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Seminario
Investigación<>Psicoanálisis
De la experiencia freudiana a la elaboración de nuevos
recursos metodológicos para la investigación psicoanalítica

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investigacion@edupsi.com

Organizado por : PsicoMundo

Dictado por : G. Pulice; F. Manson; E. Urbaj; O. Zelis


Clase 2


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La «psicología» del investigador, desde la perspectiva de dos investigadores paradigmáticos: Dupin y Sherlock Holmes; contrapunto con el «campo» y el «objeto» de la investigación en psicoanálisis. El problema del sujeto deseante en la Lógica y en la Semiótica de C. S. Peirce.

Retomaremos hoy aquella enigmática cita de Lacan que, en el final de nuestra última clase, dejáramos planteada como ejercicio de pensamiento para este intervalo. Veíamos cómo se produce allí una suerte de cabriola por la que él nos conduce súbitamente desde la pregunta por el objeto y el campo del psicoanálisis, a la problemática del sujeto allí puesta en juego, señalando en forma sorpresiva que ese sujeto, el sujeto implicado en la práctica analítica, no es sino el mismo que está implicado en la ciencia. No obstante, antes de llegar a esta imprevista conclusión, encontramos allí un señalamiento muy importante, que intentaremos desbrozar. En primer lugar, nos advierte Lacan, hay una fórmula que resulta tramposa, y que por ese motivo conviene evitar: es la que dice que «la ciencia del psicoanálisis» quedaría ceñida al saber sobre el objeto a. Se desprenden de esta advertencia algunas indicaciones que tendrán fuertes consecuencias epistemológicas: la primera, que no hay que confundir el objeto a ni con el objeto ni con el campo del psicoanálisis, no hay entre ellos una identidad plena, y de ninguna manera puede decirse que sean, propiamente, lo mismo. Esto no quiere decir que entre ellos no podamos establecer una entrañable relación. Por el contrario, Lacan señala allí cierta función que, respecto de ese tal «objeto del psicoanálisis», desempeña el objeto a. ¿Cómo entender esa función? Pronto volveremos sobre ello. Sabemos de las dificultades que se presentan cuando comenzamos a sobrevolar por zonas cubiertas por tan densa nubosidad, y en verdad suele ser prudente dejar la cosa para más adelante y buscar entonces un lugar más seguro donde aterrizar. Pero no será el caso esta vez, dado que del esclarecimiento de estos temas depende, en buena medida, la posibilidad de seguir avanzando. Por fortuna, contamos para ello con algunas indicaciones cruciales para no extraviarnos, y esto nos permitirá atravesar los mantos de niebla necesarios para acercarnos allí desde donde, recién entonces, estaremos en condiciones de discriminar la bruma de la verdadera piedra.

En principio podemos adelantar, por lo visto hasta aquí, que el problema del objeto es en nuestro campo inseparable del problema del sujeto, y es aquí donde volvemos a tomar nota de que uno nos conduce al otro inevitablemente. No nos resistiremos a ello, y dado que partiremos hoy del sujeto, ya no nos sorprenderá que al avanzar por allí, volveremos a encontrarnos luego de cierto recorrido, junto con él, corriendo detrás del objeto, el mismo que hasta hace un rato amenazaba con mordernos la cola... Será ese nuestro punto de llegada, en el intento de alcanzar alguna precisión en la delimitación de entidades tales como «el objeto de la investigación», el «objeto psíquico», la «relación de objeto», el «objeto a» y el objeto del psicoanálisis. Comenzaremos entonces, como decíamos, por situar algunas cuestiones relativas al problema que representa el sujeto para la ciencia, algo que tendremos ocasión de apreciar, por ejemplo, en Heisenberg y en Peirce —así como en otros tantos pensadores y científicos del siglo XX—, e ilustraremos con ciertos señalamientos sobre Holmes y Dupin. Evocaremos nuevamente aquí 1, a modo de disparador, un interesantísimo comentario de Watson, el inseparable compañero de aventuras del más famoso detective de todos los tiempos: «…Los diez años que han transcurrido desde su muerte me han dado tiempo suficiente para reflexionar sobre la personalidad de Holmes, y he llegado a darme cuenta de que en realidad siempre supe (aunque no sabía que lo supiera) que Holmes era un ser humano profundamente apasionado. La emotividad era un elemento de su naturaleza que trataba de suprimir de manera casi física. Holmes consideraba, por cierto, que sus emociones constituían una distracción, en realidad, un aspecto negativo. Estaba convencido de que el dar rienda suelta a sus sentimientos interferiría con la precisión que exigía su trabajo, y eso no podía ser tolerado…» 2. El comentario de Watson ubica cierta cuestión que, a propósito del suj eto de la ciencia, inevitablemente se reintroduce una y otra vez: el intento, precisamente, de suprimir todo lo que él tenga de «subjetivo». En este punto, vamos a retomar aquello que en la clase pasada comenzamos a introducir sobre el pensamiento de Heisenberg, que —como decíamos entonces— toma para nosotros un valor muy importante, en tanto es una voz que se alza desde el corazón de las ciencias más duras.

En primer lugar, resulta interesante lo que él observa sobre el funcionamiento de la ciencia moderna y el lugar desde donde se deciden los problemas a investigar: «... el hecho de que se planteen problemas es regido —dice— por el interés hacia los procesos del mundo real y por la voluntad de influir en ellos». Vale decir, él marca aquí una primera dificultad para continuar sosteniendo aquella ingenua concepción de una voluntad científica pura, despojada de todo otro interés que el puramente científico. Siguiendo esa línea de pensamiento nos advierte que en la moderna ciencia natural, quizás, lo que vayamos a encontrar «...sean los límites de cierta forma de expansión del dominio vital del hombre». A partir de esto, va a articular la idea que él tiene sobre la relación entre esta expansión de la ciencia moderna y el crecimiento acelerado de la Técnica, presentando un sesgo interesante para pensarla: en efecto, nos propone «...ver a La Técnica como un proceso biológico que, precisamente en cuanto tal, escapa al control de los seres humanos...». Es decir, como aquello que a partir de las ideas de Darwin podría pensarse en términos de una respuesta posible a la pregunta: ¿cuál es el eslabón siguiente, el que a partir del hombre permitirá avivar la evolución natural de las especies? 3 Heisenberg cierra el párrafo con una frase que, si pensamos que la enuncia una eminencia en Física Atómica, resulta sumamente llamativa: «El hombre puede hacer lo que quiera, pero no puede querer lo que quiera». Evidentemente, hay allí alguna pregunta sobre el sujeto de la ciencia que a él mismo se le ha presentado, y cuya respuesta nos deja a las puertas de la interrogación psicoanalítica por el deseo, en tanto inconciente. Vemos así como su investigación lo lleva a plantear como problemática la concepción tradicional del Sujeto de conocimiento, tal como podemos percibir en esta última cita, que sintetiza lo nodal de su posición: «La antigua división del universo en un proceso objetivo en el espacio y el tiempo, por una parte, y por otra parte el alma en que se refleja aquel proceso, o sea la división cartesiana de la res cogitans y la res extensa, no sirve ya como punto de partida de la ciencia natural moderna»...«Nos hallamos imbricados en la contraposición entre hombre y Naturaleza, y la ciencia es precisamente una manifestación parcial de dicho dualismo. Las vulgares divisiones del universo en sujeto y objeto, mundo interior y mundo exterior, cuerpo y alma, no sirven ya más que para suscitar equívocos». El texto de Heisenberg, La imagen de la Naturaleza en la física actual 4, se publica en los años cincuenta, y coincide en abrir una problemática epistemológica que otros ya empezaban a abordar, como por ejemplo, desde el psicoanálisis, lo hacía Lacan. Ideas que van en consonancia con los cuestionamientos y críticas que, ya en el terreno de la psicología y de la subjetividad, se fueron haciendo cada vez más fuertes contra las teorizaciones que postulaban un modelo topológico dual formado por un «adentro» —el mundo interno— y un «afuera» —el mundo externo—, perfectamente separados 5. Es la misma ruptura que desde el comienzo encontramos en Freud, en su abordaje topológico del aparato psíquico, en donde por ejemplo la realidad, supuestamente externa, tiene en tanto «realidad psíquica» una localización interna 6.

Como verán, esta primera aproximación nos ha permitido precisar bastante el punto desde el cual abordar, ahora sí, la pregunta por el sujeto, la aparición de ese sujeto tan difícil de tramitar por el discurso científico o filosófico, pero que al mismo tiempo resulta irreductible. Antes de seguir avanzando, sin embargo, es preciso detenernos unos instantes para reflexionar sobre algo que tiene importantes consecuencias epistemológicas: la noción de sujeto, quizás no sea conveniente darla por sobreentendida. Por el contrario, podemos decir que, tal como cualquier otra noción, no tiene una significación unívoca. Sabemos que distintas disciplinas —como la historia, la psicología, la sociología— tienen como fundamento concepciones del sujeto no del todo coincidentes. Conviene precisar entonces cuál es la concepción del sujeto con la que vamos a trabajar: precisamente, aquella que con Heisenberg situábamos en términos de inconsciente, y que desde Freud ubica al psicoanálisis en un lugar bien diferenciado de toda psicología y de las demás disciplinas humanísticas. En donde lo subjetivo de ningún modo se podrá asimilar al ámbito del yo o de la conciencia.

Llegados aquí, hay una discriminación muy importante que debemos realizar, y que nos dará una clave respecto de cómo resolver el problema que la subjetividad representa para la teoría de la ciencia. Hay que decir, en primer lugar, que lo subjetivo no siempre se presenta como un obstáculo para la labor del científico o el investigador. Por el contrario, remitiéndonos nuevamente a Holmes, encontramos con frecuencia que es su apasionamiento lo que le permite sostener la apuesta en su búsqueda de la verdad, aún cuando para llegar a ella debe atravesar, primero, y con harta frecuencia, complejas y desalentadoras circunstancias... ¿Cómo distinguir, entonces, cuándo lo subjetivo favorece el trabajo del científico, y cuándo lo obstaculiza? ¿Cómo detectar, frente a la inevitable puesta en juego de la subjetividad, esa «pequeña» diferencia entre una y otra tendencia? Ni siquiera el propio Sherlock Holmes —como observara su inseparable amigo el Dr. Watson— ha quedado a salvo de ello. Tomaremos, a modo de ejemplo, dos breves pasajes de sus aventuras, que nos permitirán ilustrar algo de lo que queremos transmitir. El primero, del El Sabueso de los Baskerville, donde es el mismo Holmes quien reconoce cómo, por unos instantes, la línea de sus pensamientos cae en la trampa de su propia subjetividad. Se trata de la noche en que nuestro detective se reencuentra con Watson en el páramo lindero a Baskerville Hall, luego de varios días en que, estratégicamente, el detective se había «retirado» de la escena para seguir el juego desde las sombras. En momentos en que estaba poniendo a su amigo al tanto de los peligros que acechaban a su cliente, Sir Henry Baskerville, súbitamente ambos escuchan, del otro lado del tétrico dominio, un terrible grito de angustia y horror. Luego de una presurosa y desesperada carrera hacia el lugar del que provenían los gritos, encuentran allí tendido un cadáver, en el que reconocen la ropa de Sir Henry, «...el mismo traje de cuadritos que llevaba el día en que le vimos por primera vez». Lo que confirma su funesto presentimiento: aquel a quien debían proteger yacía ahora muerto frente a ellos. Al instante, Holmes queda sumido en un fuerte estado de indignación moral y enojo hacia sí mismo, dirigiéndose los más duros y amargos reproches. Pero luego del impacto de ese primer momento, al recobrar su cabal conexión con la situación, se ve llevado a volver a examinar el cadáver, observando esta vez —además de la simple vestimenta— otros nuevos y diversos elementos. Entonces comprueba que, en realidad, el cadáver que yace ahí inerte no es el que su sentimiento de culpabilidad le había hecho ver. ¿Cómo se explica que, en una mente tan brillante y prístina como la de Holmes, pueda tener lugar semejante «error» perceptivo? En una primera explicación, podríamos decir que tal equivocación se produce debido al apresuramiento que él siente por dar alguna interpretación a los hechos, conjeturando erróneamente sobre la identidad del cadáver ante la observación de tan sólo un único indicio. Algo que técnicamente podríamos calificar como «hipótesis insuficientemente contrastada». Sin embargo, y dado que es el mismo Holmes el que una y otra vez nos advierte de lo poco recomendable que resulta teorizar antes de poseer los datos suficientes, podemos entonces preguntarnos: ¿Qué lo empujó, en esta ocasión, a tal apresuramiento? Sabemos, por el diálogo previo, que en su mente estaba muy presente el riesgo de que a sir Henry pudiera pasarle algo malo: «Las mallas de mi red van envolviendo al criminal poco a poco, lo mismo que las de este envuelven a sir Henry (...) Sólo un peligro nos amenaza, y es que dé el golpe antes que nosotros», había advertido hacía apenas unos instantes a su compañero. Observamos entonces que, si su percepción fue engañada, es en el punto en que su «estado de ánimo» culposo lo había ya predispuesto a creer, al escuchar esos gritos, que seguramente encontraría a continuación el cadáver de su amigo.

Algo similar encontramos en el relato de Escándalo en Bohemia, en donde «La mujer» — tal como desde entonces se referirá a Irene Adler— logrará mediante su femenino embrujo pasar por delante de sus propias narices sin ser siquiera reconocida por él, no al menos hasta hallarse fuera del alcance de su intervención. Hasta ese momento, Holmes nunca había sido vencido. ¿No se justifica entonces, a partir de situaciones como estas, su obsesión por suprimir el más leve rastro de subjetividad? Tanto el sentimiento de culpa como el enamoramiento, aparecen en ambas escenas como obstáculos, como algo que opera en función de desviar a Holmes de su objetivo. Precisamente por ello, podríamos situar aquí a ambos fenómenos psíquicos como perturbaciones, cuyo mecanismo de formación está emparentado al de la sintomatología neurótica. Estas perturbaciones, por supuesto, suelen atentar contra el sano juicio de quien se encuentra bajo su influjo, y sobre esto hay abundante material dentro de la literatura psicoanalítica, basta con citar el capítulo VIII de Psicología de las masas y análisis del yo (1921) —sobre Enamoramiento e hipnosis—, o el célebre artículo de 1916 acerca de Los que delinquen por sentimiento de culpa... Por lo tanto, no queda más que coincidir en lo poco feliz que suele ser la interferencia de tales afectos en la actividad científica o, en general, en los procesos de producción de conocimiento. No hay por lo tanto ningún reparo en reconocer la legitimidad de tal precaución. El problema se presenta cuando, en nombre de la ciencia, se confunde la necesidad de suprimir esas perturbaciones con el imperativo, aún más neurótico —en el mejor de los casos—, de alcanzar la supresión total de lo subjetivo. Ahora bien, más allá de la posibilidad o la imposibilidad de consumar un imperativo así, es preciso señalar que lo subjetivo, sin embargo, no se agota allí, no sería muy riguroso reducirlo a esas perturbaciones. Por el contrario, respecto de ellas, el sujeto sufre la misma captura que sus procesos de producción de conocimiento, es decir, allí donde esos procesos se tropiezan no es sino en algún punto de alienación en el que él mismo —el científico, el investigador o el psicoanalista— se halla capturado. Precisamente por esto, podríamos decir que sería muy recomendable... que los científicos y los investigadores se analicen!!!

Entonces, si coincidimos en que lo subjetivo no es reductible ni asimilable a esas tendencias —que, como veíamos, operan francamente en función de estorbar al sujeto en su búsqueda de la verdad—, debemos discriminar aquí algo que se ubica como su contracara. Hay algo que se les opone, que se confronta con esas perturbaciones, que les da batalla, y que de tanto en tanto logra esquivarlas o vencerlas, permitiendo al sujeto algún paso en la dirección de la verdad buscada. ¿En qué consiste? Es lo que, al menos provisoriamente, podríamos llamar: el deseo del investigador. Precisamente, ese deseo parece ser la clave de aquella afirmación de Lacan acerca de que la labor del analista no implica otro sujeto que el de la ciencia.

Vamos a introducir algunos elementos que nos permitirán abordar, desde Holmes y Dupin, este otro costado de la subjetividad, aquél que los ha llevado a ambos al máximo reconocimiento universal, justamente, por estar a la base de su implacable eficacia. En primer lugar, orientaremos nuestra atención hacia el modo en que se desarrolla el trabajo de pensamiento del detective/investigador y su proceso de producción de conocimiento, el cual —como veremos— implica un movimiento que va desde los límites en la sistematización de su método, a lo que desde Peirce denominamos, propiamente, como abducción. En donde ese momento conclusivo de la abducción se caracterizará, precisamente, por no ser reductible a ninguna sistematización ni metodología científica determinable a priori. Ya llegaremos hasta allí.

Detengámonos por ahora en los primeros pasos, allí donde se produce lo que podríamos llamar, en una investigación: «la apertura del expediente». Tanto en Holmes como en Dupin, es posible observar cierto procedimiento inicial destinado a ordenar la información con la que se cuenta sobre el asunto que se desea esclarecer, momento en el cual se tratará de extraer, de toda esa masa de conocimiento, su mayor productividad posible. Esto es lo que se observa, por ejemplo, en el inicio del caso de Marie Roget, allí donde Dupin comienza un meticuloso trabajo de recolección de datos que incluye los recortes de los periódicos y los informes de la prefectura de París a partir del momento en que se denunció la misteriosa desaparición de la dama. Cabe señalar que nuestro detective recién toma conocimiento de este hecho luego de varias semanas de ocurrido. En esa ocasión, Dupin va a resolver el enigma que envuelve a ese crimen a partir del más puro trabajo de pensamiento aplicado a la información que, sin embargo, está a disposición de todo el mundo. A diferencia de los otros relatos que componen la trilogía de Poe —Los crímenes de la calle Morgue y La carta robada—, no será necesaria para la resolución de este caso ninguna otra fuente de información. La solución se alcanzará, podría decirse, sin que el detective necesite moverse de su sillón. ¿Cómo? A partir de la «simple» aplicación de la lógica y del cálculo proposicional. Lo más notable es que Poe resuelve, a través de este «ejercicio literario», un misterioso asesinato efectivamente ocurrido en la ciudad de Nueva York algunos años atrás.

Ahora bien, la pregunta que en su momento7 abríamos allí es si esa rigurosa y matematizada aplicación de la lógica podría constituirse por sí misma en un método de resolución universalmente aplicable para todos los problemas que se presentan en el campo del conocimiento y, en particular, si son extrapolables al campo de la investigación en psicoanálisis. Es decir, si siempre, y en todos los casos, la totalidad de la información estaría dada, en aquello que Zadig 8 denominó «El libro de la naturaleza», y entonces para llegar a la verdad sólo necesitaríamos acomodar en forma adecuada las piezas. O si, por el contrario, en determinados casos, la posibilidad de encontrar una respuesta en términos de verdad —o de eficacia— estará sujeta a otros factores, ajenos a toda lógica asequible a través de la conciencia. Vemos a Poe transitar ambas posiciones, aunque más bien podría decirse que ellas se confrontan en él e inclinan su pluma, alternativamente, hacia el más apasionado racionalismo, o bien hacia la más oscura irracionalidad. «Si es un caso que pide reflexión —dice, luego de escuchar la primera exposición del prefecto sobre el asesinato— lo examinaremos mejor en las tinieblas». ¿No sorprende acaso que Dupin, supuesto amo de su razón —aún siendo, además de matemático, poeta— y refinado conocedor de los asuntos de la psicología, deposite su mayor confianza en el libre fluir de sus cavilaciones abandonándose para ello a ese calculado estado de ensueño, frente a un enigma que tiene en vilo a todo París?

Esta pregunta, abierta a partir del sorprendente recurso metodológico introducido por Dupin en la resolución del caso de Marie Roget, la abordaremos a la luz de los procedimientos desarrollados por su inconfeso discípulo inglés, nuestro conocido Sherlock Holmes. ¿En qué consiste el método de Holmes? En primer lugar —y de manera similar a lo que describíamos en Dupin— él procede a realizar un ordenamiento lógico de la información que se dispone en torno del caso a investigar. Asimismo, y casi simultáneamente —sería difícil precisar en forma rígida una cronología— irá dando lugar a una nueva operación, que consiste en extraer de esa masa de conocimientos toda la información aún no explicitada. Es el momento de enunciar los primeros interrogantes que impulsarán ese trabajo de pensamiento con el que se lo identifica, y que se ha dado en llamar: La ciencia de la deducción y del análisis. La deducción es, entonces, el procedimiento lógico que le permite develar toda una importante serie de datos que no están allí sino en forma latente, no revelada, oculta a la captación de los demás. No obstante, a pesar de que esa información ha estado siempre allí —podríamos decir, disponible para todos— su explicitación por parte de Holmes suele tener, para sus ocasionales interlocutores, el impacto de un descubrimiento o, más aún, de la producción —en una suerte de «pase mágico» de un conocimiento nuevo... Aunque nosotros, sin embargo, podríamos preguntarnos si en verdad lo es. Precisamente, es en este punto donde los Hintikka renuevan la polémica en torno a la controvertida afirmación que hiciera Wittgenstein en su Tractatus Logico Philosóphicus: que todas las verdades lógicas, son tautológicas 9. Sabemos, por supuesto, que el pensamiento de Wittgenstein tampoco se detuvo allí.

Volviendo al método de Holmes debemos señalar que, de todos modos, su tarea a menudo no concluye aquí, dado que ese trabajo de pensamiento inicial encuentra sus límites toda vez que se agota la posibilidad de extraer algo más por la vía del razonamiento, y no se ha llegado aún a la verdad —tal como él gusta llamar a la solución de cada historia. ¿Habrá llegado el momento de interrumpir su investigación, y de aceptar su fracaso? Nada de eso. Por el contrario, nos hallamos allí ante la fase quizás más fecunda y creativa de su trabajo investigativo. Es el momento en que procede a introducir aquellos interrogantes nuevos que le permiten despejar el campo hacia dónde deberá orientar la búsqueda de la información faltante. Es decir, hacia la producción del conocimiento que hasta allí no posee más que como enigma... Enigma abierto, precisamente, por aquellos elementos que no encajan en la escena, y que son la llave —a partir de esos interrogantes que ellos mismos introducen— para algún encuentro posible con la verdad. En este punto, va a cobrar plena relevancia aquello que él denomina como análisis, y que describe en términos de razonar al revés, es decir, desde la «escena del crimen», hasta el esclarecimiento de los hechos que la motivaron y los pasos seguidos por el «criminal» para su realización. Habilidad no muy frecuentemente ejercitada —según su opinión— por el común de la gente: «... Si usted le describe una serie de acontecimientos la mayor parte de la gente le dirá cuál puede ser el resultado. Pueden reunir esos acontecimientos en sus mentes y argumentar a partir de ellos que algo va a pasar. Hay poca gente, sin embargo, que, si usted les dice un resultado, sería capaz de desarrollar desde su propia conciencia interior cuáles fueron los pasos que condujeron a ese resultado. Esta capacidad es a la que me refiero cuando hablo de razonar al revés o analíticamente» 10. Ahora bien, una vez que Holmes llega a formular estos nuevos interrogantes —nacidos, podríamos decir, en el límite de lo deducible en forma conciente—, observamos que la información necesaria para responderlos se halla muchas veces implícita, por ejemplo, como saber inconciente; es entonces cuando el «trabajo inconciente del pensamiento» se vuelve fecundo, tal el sorprendente recurso que veíamos en Dupin, análogo al que Holmes se entrega mientras toca el violín, o al Play of Musement en Peirce... Algo que Freud ha sabido conceptualizar afinadamente. En ese caso, y sin que se llegue a saber muy bien cómo —es decir, sin que el mecanismo de ese trabajo de pensamiento pueda precisarse en forma conciente—, el investigador, quien posiblemente venía presintiendo ya la proximidad del dato que faltaba, se encuentra por fin con él, por ejemplo, en un sueño —tal como le sucede a Singer 11— o en un repentino acto de insight.

Hay otras ocasiones, en cambio, en que ciertos interrogantes dejan al descubierto un verdadero vacío, ese saber aparece agujereado, es decir, se requiere de cierta información que no se posee siquiera en forma inconciente, y entonces las preguntas que ahí emergen deberán dirigirse hacia otro lugar, en la búsqueda de una información «nueva» que permita articular alguna respuesta allí donde el Saber falta. Esto es precisamente lo que los Hintikka sitúan en términos de «formular preguntas a la naturaleza», metáfora kantiana que en el contexto del modelo interrogativo puede entenderse de un modo que ya no es tan metafórico, dado que podemos aplicar a las observaciones muchos de los atributos conceptuales aplicables a las preguntas y sus respuestas. Incluso en lo relativo a las cuestiones metodológicas puestas en juego, por ejemplo, en la elección de las preguntas adecuadas, en las comparaciones informacionales, y en otros ítems similares12. A partir de esto se justifica el valor que, en un proceso de investigación, debemos asignar a las preguntas, en la medida en que son ellas quienes soportan el peso de la información faltante. De este modo, las preguntas se ubican como un nexo —y a la vez como un borde— entre la información que hay y la que falta. Las conclusiones a las que arriba el investigador son, en forma recurrente, el resultado de complejas cadenas de razonamientos —y de secuencias pregunta-respuesta— que incluyen la formulación de ciertas conclusiones provisionales sobre las que se apoyan otras tantas preguntas que de ellas dependen, pero que serían muchas veces imposibles de explicitar. La razón principal de esta dificultad, para los Hintikka, es que esas cadenas de razonamientos pueden ser totalmente inconcientes. Esto incluye un problema que se nos presenta en forma conexa: ¿cómo discriminar cabalmente en qué proporción cada una de esas respuestas se ha forjado en base a información procedente de «adentro» o de «afuera»? El famoso diálogo sobre Afganistán, el día en que Sherlock Holmes conoció a quien luego sería su cronista e inseparable amigo, el Dr. John Watson 13, resulta siempre un buen ejemplo para ilustrar esta dificultad. ¿Cómo supo el detective, de un simple vistazo, que su interlocutor había estado recientemente en ese exótico destino? La posterior explicación de Holmes nos permite captar la sutil interacción, en la concatenación de sus pensamientos, entre el recurso a la observación, por un lado, y las inferencias basadas en la información para él disponible tanto en forma explícita como latente; interacción que los Hintikka sitúan como distintiva del modelo epistemológico que ellos proponen, en el cual observaciones e inferencias pasan a ser equivalentes en tanto adquieren su valor en relación a las preguntas que —tanto unas como otras— vienen a responder 14. Respecto de las observaciones, además, cabe recordar aquello que en Peirce situábamos como «juicios perceptivos» 15, en donde lo relevante en las observaciones es para él su valor abductivo. Allí, la abducción parece ser la ventana que Peirce le abre al sujeto para reintroducirlo tanto en su lógica como en su semiótica, a pesar del poderoso influjo positivista que lo impulsa a dedicar —al mismo tiempo— incansables esfuerzos tendientes a extirparlo. En contraposición a ello, sería difícil pensar el proceso abductivo si no es sostenido, precisamente, por algún sujeto. Es decir, por algún deseo. Ya volveremos sobre ello.

Para finalizar con la clase de hoy, y a modo de conclusión, podemos decir que el punto en que Lacan homologa el sujeto del psicoanálisis al de la ciencia es allí donde tanto uno como el otro están afectados por una misma escisión, entre el saber y la verdad. Es la misma escisión que viéramos aparecer en el proceso investigativo, allí donde el investigador tropieza con una falta en el saber disponible, tornándose entonces para él necesario hacer surgir una pregunta nueva, que pueda conducirlo a la producción de la información requerida para esclarecer aquello que —con mayor o menor urgencia— reclama una «justa» solución. De este modo, podemos decir entonces que en todo proceso de producción de conocimiento, en el origen de cada pregunta nueva, encontramos a un sujeto dividido entre saber y verdad, fórmula que no es otra que una de las definiciones del sujeto del psicoanálisis 16. En ese punto, en donde verdad y saber entran en colisión, hay por lo tanto una decisión que cada sujeto, ineludiblemente, deberá poner en juego: él debe resolver, allí, si frente a esa falta de saber —y a la inevitable angustia que ella genera— conviene apresurarse a emparchar ese agujero mediante algún tipo de forzamiento del manto de conocimientos que, según acaba de descubrir, algunas veces puede quedarle corto... O si, por el contrario, está dispuesto a confrontarse con la verdad, aunque ella ponga en tela de juicio el universo de las representaciones que hasta allí lo ligaban al mundo. ¿Acaso difiere esto demasiado de aquello que suele conducir a cualquier sujeto a iniciar un análisis? En el caso del investigador —el analista o el científico— debemos agregar que la decisión que en una coyuntura así se pone en juego implica además, y fundamentalmente, la asunción de una posición ética. La cual difícilmente estará desconectada del uso que pueda hacerse tanto del saber, como del no saber. Basta remitirnos, a modo de ejemplo, a la polémica planteada en torno de Bohr y Heisenberg a propósito de la creación de la bomba atómica... 17 Aunque es justo decir, en honor a la verdad, que también a manos de los analistas suele ir a parar material sumamente inflamable y explosivo, con el que sería recomendable saber qué hacer y qué no hacer... Aunque esto no siempre sea posible antes de que alguna bomba haya hecho tambalear nuestros más sólidos edificios conceptuales o, incluso, las paredes de nuestros propios consultorios.

Llegaremos por hoy hasta aquí, y esperamos haber despejado el terreno suficientemente como para poder abordar, la próxima vez, lo relativo a la discriminación y a la conexión recíproca entre aquellos elementos conceptuales que, al comienzo, señalábamos como indispensables para seguir avanzando en nuestro recorrido, a saber: la «relación de objeto», el «objeto psíquico», el «objeto del psicoanálisis», el « objeto de la investigación», y el «objeto a»...

Notas

1 El mismo pasaje introduce, a modo de epígrafe, el primer capítulo de nuestro libro Investigación <> Psicoanálisis: De Sherlock Holmes, Dupin y Peirce, a la experiencia freudiana, Buenos Aires, Editorial Letra Viva, 2000.

2 Meyer, N.; Elemental, Dr. Freud…, Buenos Aires, Emecé Editores, 1975.

3 El enigma abierto acerca del próximo eslabón en la cadena evolutiva es un tema recurrente entre los más importantes autores de ciencia ficción. Entre ellos, podemos destacar El fin de la infancia, de Arthur Clarke, y Formador/Mecanicista, de Bruce Sterling, donde quedan enfrentadas las dos facciones de la humanidad que responden al desarrollo de la biotecnología y la genética, por un lado, y por el otro al de la cibernética.

4 Buenos Aires, Planeta Agostini, 1993.

5 Podremos confrontar más adelante la oposición «res cogitans, res extensa», con la «res (cosa) freudiana».

6 «La espacialidad acaso sea la proyección del carácter extenso del aparato psíquico. Ninguna otra derivación es verosímil. En lugar de las condiciones a priori de Kant, nuestro aparato psíquico. Psique es extensa, nada sabe de eso». S. Freud, Conclusiones, ideas, problemas (1938).

7 «El raciocinio y el cálculo en Edgar Allan Poe», en Investigación <> Psicoanálisis: De Sherlock Holmes, Dupin y Peirce, a la experiencia freudiana, Buenos Aires, Editorial Letra Viva, 2000.

8 Voltaire, 1746.

9 Hintikka, J. y M. B.; «Sherlock Holmes y la lógica moderna...» , en El signo de los tres, AAVV, Barcelona, Lumen, 1989. Volveremos sobre este tema algunas clases más adelante.

10 Estudio en escarlata.

11 La anécdota está desarrollada más extensamente en el artículo "El valor de la formulación de preguntas para la orientación de la investigación psicoanalítica", publicado en la Sección Teoría de la investigación en Psicoanálisis de nuestro Foro.

12 Idem. Lo primero que señalábamos allí es que el modelo interrogativo no encuentra su límite en la explicitación de la información tácita, sino que puede aplicarse también a cierta masa de información potencial externa al sujeto —la naturaleza, en términos de los Hintikka—, por ejemplo, a través de las observaciones.

13 Estudio en escarlata.

14 Debemos decir que hay cierta zona de tales procesos de pensamiento en donde resultaría imposible discriminar la proporción en que participan el «afuera» —la naturaleza— y el «adentro» —lo preconciente y lo inconciente— como fuentes diferenciadas de información. Más bien podríamos decir que aquí también parece necesaria la solución Moebiana…

15 Ver "La lógica en Peirce: algunas herramientas conceptuales de interés para la investigación y el psicoanálisis", en el Foro Investigación <> Psicoanálisis, Sección: "Contribuciones de la Epistemología, la Filosofía y la Semiótica a la Teoría de la Investigación en Psicoanálisis"

16 En «La ciencia y la verdad», Lacan señala que el trabajo de investigación y articulación teórica de aquel momento «…nos llevó a formular al final del año nuestra división experimentada por el sujeto, como división entre el saber y la verdad, acompañándola de un modelo topológico, la banda de Moebius…». Lacan, J.; Escritos 2, Buenos Aires, Siglo XXI, 1987.

17 Actualmente se presenta en Buenos Aires la obra teatral Copenhague, del dramaturgo inglés Michael Frayn —cuyos personajes centrales son precisamente Heisenberg y Bohr, los físicos más brillantes de la primera mitad del siglo XX —, en la que el tema se despliega con una destacable agudeza. Hay sobre ella dos comentarios muy interesantes en los artículos "El conocimiento y sus dilemas" y "La ciencia a escena" publicados en la edición del 14 de julio de 2002 del diario Clarín, y disponibles en la web.


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