Ir a la página principal del Programa de Seminarios por Internet de PsicoNet
Seminario
Investigación<>Psicoanálisis
De la experiencia freudiana a la elaboración de nuevos
recursos metodológicos para la investigación psicoanalítica

wwww.edupsi.com/investigacion
investigacion@edupsi.com

Organizado por : PsicoMundo

Dictado por : G. Pulice; F. Manson; E. Urbaj; O. Zelis


Clase 3


Transferir clase en archivo .doc de Word para Windows


El «objeto psíquico», la «relación de objeto», y «el objeto de la pulsión» en Freud.
De Matrix a Copenhague, las paradojas de la «materialidad».

Ha llegado el momento de abordar, por fin, aquello sobre lo cual venimos dando algunos rodeos, sobrevolándolo, manteniendo prudentemente alguna distancia antes de decidirnos por fin a avanzar en su acometida. Se trata, como anunciáramos, de la problemática del objeto y, a propósito de él, de todo lo relativo a la discriminación y a la conexión recíproca entre aquellos elementos conceptuales que, al comienzo de la clase pasada, señalábamos como indispensables para continuar nuestro recorrido, a saber: el «objeto psíquico», la «relación de objeto», el «objeto del psicoanálisis» y el «objeto a »... A partir de lo cual, esperamos poder extraer algunas conclusiones que nos permitan ceñir con mayor precisión la propia dimensión del «objeto de la investigación» en nuestro campo. El tema es por demás escabroso, no obstante tendremos el recurso de la lista de discusión para ir trabajando sobre los puntos de dificultad que se vayan presentando, para que nadie se extravíe en esta parte crucial de nuestro recorrido.

Podemos comenzar con algo tan preciso como intrigante que Freud planteara sobre el final de su obra, en Construcciones en análisis (1937), acerca del objeto psíquico. Allí, él retoma cierta analogía con el trabajo de los arqueólogos de la que se sirviera en distintos momentos de su obra, señalando al respecto que el analista, en comparación con ellos, trabaja en condiciones más favorables «…porque dispone además de un material del cual las exhumaciones no pueden proporcionar correspondiente alguno; por ejemplo, las repeticiones de reacciones que provienen de la edad temprana y todo cuanto es mostrado a través de la transferencia a raíz de tales repeticiones». Esas repeticiones, que la técnica analítica ha puesto de relieve —y cuya emergencia en el vínculo transferencial serán el motor de la cura— plantean sin embargo algunos inconvenientes que hacen que nuestro trabajo resulte, con frecuencia, más dificultoso de lo que en una primera aproximación se podría suponer. ¿Por qué? Aquí es donde Freud detiene su atención en la especificidad del objeto psíquico, sobre el cual pronto tendremos ocasión de indagar de qué mod o se vincula, precisamente, con esas repeticiones. Él sitúa aquí dos hechos que ubican a este objeto psíquico como algo que plantea, para el trabajo analítico, ciertas dificultades peculiares: en primer lugar, porque «...el objeto psíquico es incomparablemente más complicado que el objeto material del exhumador…»; y, por otra parte, porque «... nuestro conocimiento no está preparado en medida suficiente para lo que ha de hallarse, pues su estructura íntima —es decir, la estructura íntima de este objeto psíquico— esconde todavía muchos secretos. Y en este punto termina nuestra comparación entre ambos trabajos, pues la principal diferencia entre los dos reside en que para la arqueología la reconstrucción es la meta y el término del empeño, mientras que para el análisis la construcción es sólo una labor preliminar…».

Una primera observación que podemos hacer aquí es que Freud está dando cuenta claramente de que el objeto psíquico no es un objeto material… Va a haber, además, otro elemento para destacar, también muy importante, y es que a diferencia del objeto de la arqueología, el objeto del que aquí se trata, ese objeto tras cuyos indicios el analista está lanzado en su pesquisa en cada tratamiento, eso que se escabulle y de lo que sólo podemos ir detrás, y apenas saber de él a partir de sus indicios, eso… ¡está al acecho! El empeño del analista, por lo tanto, «... se dirige a algo todavía vivo, no a un objeto destruido». Es decir, no se trata de algo olvidado, no se trata del más o menos lejano pasado del sujeto: se trata de algo que habita al sujeto. Y que no sólo lo habita, sino que además —generalmente cuando él menos lo espera— se va a poner en acto, impulsándolo al infortunio de ciertos episodios en los que, sin llegar a entender cómo, se halla capturado una y otra vez. En este sentido, puede decirse que el dispositivo analítico —y la abstinencia del analista— están orientados a dar lugar a que eso mismo que se repite, en algún momento se ponga en juego respecto de la figura del analista... En esto va a consistir lo que técnicamente situamos en términos de «la transferencia». A partir de lo cual Freud va a enfatizar —especialmente a partir de Recordar, repetir y reelaborar—, que no se puede pensar un análisis, no se va a poder concebir una cura simplemente en términos de «darle al sujeto la interpretación» sobre lo que le pasa, sino que se va a tratar, por el contrario, de confrontarse en el transcurso del análisis con eso que habita al sujeto, que de manera inevitable, más tarde o más temprano, se va a poner en acto en la transferencia, y que tiene ver precisamente con lo que el sujeto padece, es decir, con aquello que lo divide subjetivamente. Freud sobre esto es muy claro, basta releer el primer párrafo de sus Puntualizaciones sobre el amor de transferencia (1914): «Acaso todo principiante en el psicoanálisis tema al comienzo las dificultades que le depararán la interpretación de las ocurrencias del paciente y la tarea de reproducir lo reprimido. Pero pronto aprenderá a tenerlas en poco y a convencerse, en cambio, de que las únicas realmente serias son aquellas con las que se tropieza en el manejo de la transferencia». Porque en la medida que lo que el sujeto padece —eso que lo desgarra, atentando contra sí mismo— no es un simple recuerdo, no es algo reprimible, sino que tiene plena actualidad, sólo será posible tramitarlo en el marco mismo del análisis, en la transferencia. Esto plantea entonces un problema cuya resolución será una de las claves de la operación analítica y de su eficacia: ¿qué hacer ahí donde el sujeto no recuerda cierto fragmento de sus vivencias infantiles por la vía del lenguaje, sino a partir de algo que va a estar en el orden del acto (agieren), en donde, además, esa puesta en acto va a empezar a jugarse, a partir de determinado momento, en relación al analista? El modo de resolución de este problema ha producido, justamente, las mayores divergencias dentro del psicoanálisis, dando lugar incluso a su escisión en «corrientes» o «escuelas» cuyos postulados esenciales terminaron resultando difíciles de conciliar. Por nuestra parte, y en relación a lo que vamos a desarrollar hoy aquí, nos interesa retomar en particular la afirmación de Lacan, cuando señala que el lugar del analista va a despejarse como el lugar del objeto, como objeto de esa puesta en acto, en la situación analítica, de aquello que podemos denominar: la realidad sexual del inconciente. Precisamente por esto el psicoanálisis no puede reducirse a una hermenéutica, puesto que sólo cuando es esgrimida desde ese lugar, en transferencia, tendrá la interpretación —tanto como cualquier otra intervención del analista— su plena eficacia.

Por otra parte, dado que eso que se repite, como verán, no es algo materialmente localizable, al mismo tiempo va a ser necesario hacer su rostro reconocible, dado que sólo así podrá tener el sujeto alguna chance de confrontarse con ello con alguna posibilidad de domeñarlo. En conexión con estas mismas cuestiones es que Lacan hablaría, algunos años después, de «lógica del fantasma» y de la «construcción del fantasma fundamental», temas que más adelante será preciso abordar. Conviene sin embargo detenernos por unos instantes para situar algunas cositas más sobre este objeto psíquico que comenzamos de esbozar.

Sobre la naturaleza del objeto psíquico.

Del texto de Freud anteriormente citado destacábamos la idea de que el objeto psíquico no es un objeto material, tal como el que sí es posible extraer en una excavación arqueológica. Pero entonces, ¿puede haber objetos inmateriales? ¿De qué clase de objeto estaríamos hablando cuando se trata de dar cuenta de ciertos fenómenos propios de la mente humana? Este es un tema que no sólo interesa al psicoanálisis, sino que implica también a todas las ciencias y disciplinas que abordan las producciones del hombre tales como los diversos aspectos de la cultura, la sociedad, y la subjetividad. Nos pareció oportuno retomar entonces esta indagación a partir de las formulaciones de un epistemólogo que, habiendo señalado agudas críticas al psicoanálisis, se tomó sin embargo el trabajo de delimitar y afirmar la existencia de «objetos psíquicos». Nos referimos a Carl Popper, quien desarrolla esta formulación en su «teoría de los tres mundos»1. Allí, en efecto, él delimita tres campos o «mundos» diferenciados: el Mundo 1 que está compuesto por los cuerpos físicos; el Mundo 2, integrado por los «estados mentales»; y, finalmente, el Mundo 3, que es el conjunto de los «productos de la mente humana». Sobre el final de su exposición, a modo de corolario, refiere lo siguiente: «Creo que es estúpido, o al menos arbitrario, negar la existencia de experiencias mentales o estados mentales o estados de conciencia». A continuación, pasa a darles una existencia real: «Los objetos del Mundo 3 son abstractos, pero aún así son reales, pues constituyen herramientas poderosas para cambiar el Mundo 1 —el de los objetos físicos— (...) los objetos del Mundo 3 poseen efectos sobre el Mundo 1. Sólo a través de la intervención humana, la intervención de sus creadores, más concretamente, poseen dichos efectos gracias a que son captados, lo que constituye un proceso del Mundo 2, un proceso mental, o, más exactamente, un proceso en el que entran en interacción los Mundos 2 y 3. Por lo tanto, hemos de admitir la realidad tanto de los objetos del Mundo 3, como de los procesos del Mundo 2, aun cuando pueda no gustarnos admitirlo por deferencia, digamos, hacia la gran tradición del materialismo»2. Es interesante observar cómo un epistemólogo que, por un lado, criticó severamente al pensamiento freudiano por tener, en su opinión, un marco conceptual demasiado cerrado, que no da ocasión de ser puesto a prueba a través de contrastaciones —no cumpliendo, por lo tanto, el criterio de falibilismo que según él se requiere de toda ciencia—, es interesante observar, decíamos, cómo es él mismo quien defiende sin embargo la existencia independiente y autónoma de objetos o fenómenos psíquicos o mentales, entre los que incluso llega a alistar —como objeto perteneciente al Mundo 3 al yo. Llegados aquí, podemos abrir el interrogante acerca de si forzaríamos demasiado las cosas al incluir, en esta demarcación conceptual de campos que hace Popper —y como parte de sus mundos 2 y 3— los pensamientos y procesos inconscientes... Es cierto que, en los pasajes que recién citábamos, daría la impresión de que él se estaba refiriendo sólo a los fenómenos de la conciencia. No obstante, y tal como lo veremos un poco más adelante, podemos decir que de ningún modo él negó en momento alguno los procesos inconscientes. Desde esta perspectiva, ¿hay demasiada distancia entre esta existencia autónoma y real que Popper reconoce a los procesos mentales, y el objeto psíquico de Freud?

En lo que atañe a la «realidad» y efectividad de las «ideas», sabemos que —entre otros— también Peirce tenía una concepción similar. Ellas, dice, «... no son mera creación de las mentes, sino que por el contrario, tienen el poder de encontrar o crear sus vehículos y, habiéndolos encontrado, conferir la habilidad de transformar la faz de la tierra (...) ...cada idea tiene... el poder de producir resultados físicos y psíquicos. Tienen vida, vida generativa». Podemos recordar, en el mismo sentido, la cita que desarrollábamos en nuestro artículo del Foro3: «Idea debe entenderse aquí en cierto sentido platónico, muy familiar en el habla cotidiana: quiero decir, en el mismo sentido en que decimos que un hombre capta la idea de otro hombre, en que decimos que cuando un hombre recuerda lo que estaba pensando anteriormente, recuerda la misma idea, y en que, cuando el hombre continúa pensando en algo, aún cuando sea por un décimo de segundo, en la medida en que el pensamiento concuerda consigo mismo durante ese lapso, o sea, continúa teniendo un contenido similar, es "la misma idea", y no es, en cada instante del intervalo, una idea nueva» 4. Tal concepción resulta de lo más habitual y es, por lo demás, funcional al desarrollo del conocimiento científico y su transmisión. No obstante, sabemos que hay ideas que suelen presentarse en el pensamiento de un sujeto sin que él lo desee, dando lugar a un acto psíquico ajeno a su voluntad. Cuando esa irrupción se repite, convirtiéndose en una presencia que, al mismo tiempo, deviene inquietante y enigmática, ejerciendo cada vez con mayor fuerza su atracción sobre el decurso «normal» del raciocinio de un sujeto, polarizándolo, nos hallamos muy probablemente —en el mejor de los casos— con algo que aún desde antes de Freud se ha dado en llamar: «ideas obsesivas». Cuando una idea así irrumpe en la conciencia de un sujeto una y otra vez —lo que puede convertirse en un tormento difícil de soportar—, obligándolo a un trabajo de pensamiento destinado, justamente, a intentar de alguna manera su tramitación, hay una serie de interrogantes que se hace preciso formular. En primer lugar, ¿de dónde provienen, cuál puede ser su naturaleza? Lo que resulta claro es que no se originan en ningún propósito conciente del sujeto que las padece, dado que de lo contrario no experimentaría él ese desagrado que habitualmente acompaña una experiencia así. Por otra parte, ¿por qué ellas se presentan cargadas con esa amenazante sensación de peligrosidad? Sin lugar a dudas, por la inquietante referencia de la que son portadoras, que Freud situara en términos de amenaza de castración, aquello precisamente sobre lo cual el sujeto nada quiere saber... No es por casualidad que situaciones así son las que suelen conducir a un sujeto a consultar a un analista, es decir, a alguien a quien supone que le puede proporcionar algún alivio respecto de estos problemas... Ahora bien, en tanto analistas, ¿cómo proceder respecto de esas ideas que el sujeto nos trae —con mayor o menor urgencia— como algo a desentrañar y a desactivar? En este punto, vemos cómo cada análisis abre el expediente de una investigación singular, cuyo objeto se irá configurando en la medida que se pueda develar aquella trama inconsciente a la que tales ideas hacen referencia, y respecto de la cual el padecimiento del sujeto se halla sobredeterminado. Conviene que nos detengamos para analizar en mayor detalle las importantísimas cuestiones que se abren aquí.

La consistencia de la realidad «virtual».

Hemos hecho referencia ya, en otro lugar 5, al film Matrix, que sin dudas ha marcado un antes y un después a nivel de los recursos y efectos cinematográficos puestos al servicio de representar aquello que hasta el momento resultaba irrepresentable, por ejemplo, la topología del aparato psíquico, tanto como la interconexión y funcionamiento de sus diversas instancias. Entre paréntesis, podemos aventurarnos a plantear si la ciencia-ficción no ha tomado, a partir de la segunda mitad del pasado siglo XX, el relevo de cierto lugar dejado vacante por la Filosofía, pudiéndose hallar bajo el formato de este género literario y cinematográfico la introducción de los más acuciantes problemas que la época impone en el campo de la subjetividad. Respecto de Matrix, hay numerosos puntos de interés desde los que podríamos abordar esa historia. No obstante, y sin detenernos hoy en su trama argumental, tan sólo haremos referencia al hecho de que ella gira en torno del desdoblamiento que allí se produce entre el mundo material —respecto del cual las pocas imágenes que se nos muestran quedan propiamente del lado de lo más ominoso— y, por otra parte, una realidad virtual en la que, sin embargo, se van a librar las batallas decisivas para el destino del protagonista —y, junto con él, el de toda la humanidad—, es decir, para su condición de sujeto de deseo. Lo interesante es poder observar cómo todo lo que ocurre allí a nivel de esa realidad puramente psíquica, tiene efectos muy sensibles en esos cuerpos inertes que, maniatados en el mundo material, aguardan que se dirima su porvenir. Uno puede ver cómo, de pronto, asoma un hilo de sangre por el orificio nasal del cuerpo de Morfeo, a consecuencia de los golpes que, sin embargo, él está recibiendo en ese otro escenario. Para un observador que sólo tuviera al alcance de su mirada tales efectos superficiales —desconociendo lo que sucede en la realidad virtual subyacente—, sería muy difícil poder «adivinar» cuales son las circunstancias en que esos efectos se motivan. Pero para quien es testigo —como el espectador de Matrix— de lo que va sucediendo en ambas instancias, la conexión entre ellas pasa a resultar evidente. Si retornamos a nuestro propio campo, sabemos que el analista, para su desdicha, no posee por el momento ningún recurso técnico que le permita acceder a la observación de esa trama oculta, tan sólo recibe a alguien que se queja —tomando el ejemplo que recién citáramos—de padecer algo comparable al hilo de sangre en la nariz de Morfeo: sus síntomas. A partir de ellos y de otros elementos análogos —a los que el analista debe aprender a asignar, en su tarea, un valor crucial—, tendrá inicio un trabajo de reconstrucción e interpretación de ese entramado encubierto —el que alude a la historia anímica de cada sujeto— sin el cual toda gota de sangre tiene siempre el mismo valor...

Podemos apuntalar aún un poquito más lo que intentamos transmitir aquí, a partir de un breve pasaje de Copenhague —la obra teatral del dramaturgo inglés Michael Frayn a la que ya hemos hecho referencia en la clase anterior—, que introduce desde el campo de la Física Atómica problemas sorprendentemente similares a las que se plantean en el estudio de la subjetividad. Allí, en momentos en que Heisenberg reprocha a Bohr cierta traición de la que de su parte dice haber sido objeto —en beneficio de las ideas de Schrödinger—, se produce el siguiente diálogo, que resulta además uno de los momentos de mayor tensión de ese célebre encuentro:

Heisenberg: ¡Usted me traicionó!

Bohr: Dije que la mecánica ondulatoria y la mecánica de las matrices eran simplemente herramientas alternativas.

(...)

Margarita 6: El experimento de la cámara de nubes terminó con esas discusiones.

Bohr: Sí, porque si se desprende un electrón de su átomo, y pasa a través de una cámara de nubes, se puede ver la huella que deja.

Heisenberg: Y es un escándalo. ¡Porque no debería haber una huella!

Margarita: De acuerdo a su teoría de la mecánica cuántica.

Heisenberg: ¡No hay una huella! ¡No hay órbitas! ¡Ni huellas ni trayectorias! ¡Sólo efectos externos!

Margarita: Pero ahí está la huella. La vi yo misma, tan clara como la estela que deja un barco cuando acaba de pasar.

Bohr: Era una paradoja fascinante.

Heisenberg: Y a usted le encantaban las paradojas, ese es su problema.

Bohr: Sí, y usted nunca ha podido entender el encanto que hay en la paradoja y la contradicción. Ese es su problema. Usted vive y respira paradojas y contradicciones, pero no es capaz de ver la belleza de ellas, como el pez no puede ver la belleza del agua.

Hay más de un punto de interés para nosotros en lo que se introduce desde allí hasta el final, por ejemplo lo relativo a la ética de la ciencia, es decir, al uso del saber y del poder que inevitablemente se pone en juego en conexión con el avance del conocimiento científico. Deberemos hoy limitar nuestro comentario, no obstante, al tema que aquí nos ocupa: qué estatuto asignarle a esa irrefutable presencia —«tan clara como la estela que deja un barco cuando acaba de pasar» de procesos psíquicos que se desarrollan por fuera del control conciente, y de los cuales sólo tenemos conocimiento cuando algunos fragmentos suyos irrumpen y sobresaltan la aparente coherencia de los pensamientos de un sujeto. Evidentemente, al conceptualizar de este modo fenómenos tales como la aparición de ideas involuntarias que perturban el discernimiento racional coherente, o las tendencias a la repetición de reacciones y conductas en contra de la propia voluntad, o todo el heterogéneo espectro de las perturbaciones clínicas llamadas comúnmente «somatizaciones», etc. — fenómenos, por lo demás, bien concretos y comprobables—, surge la necesidad de desarrollar las herramientas teóricas que permitan explicarlos, de hacer entendible algo que, de otro modo, para ciertas conceptualizaciones científicas, al no poder incluirlo dentro de su sistema de referencia, apuntan a eliminarlo. Como sabemos, Freud en su época tuvo que insistir bastante para que fuera aceptada por la comunidad científica la idea de procesos psíquicos inconcientes, situando esta dificultad en los siguientes términos: «Los filósofos se han ocupado, desde luego, repetidamente del problema de lo inconsciente, pero adoptando, en general —salvo contadas excepciones—, una de las dos posiciones siguientes: o han considerado lo inconsciente como algo místico, inaprehensible e indemostrable, cuya relación con lo anímico permanecía en la oscuridad, o han identificado lo psíquico con lo consciente, deduciendo luego de esta definición que algo que era inconsciente no podía ser psíquico ni, por tanto, objeto de la Psicología. Estas actitudes proceden de haber enjuiciado los filósofos lo inconsciente sin conocer antes los fenómenos en la actividad anímica inconsciente y, en consecuencia, sin sospechar su extraordinaria afinidad con los fenómenos conscientes, ni los caracteres que de ellos los diferencian. Si después de adquirir un tal conocimiento de los fenómenos inconscientes mantiene aún alguien la identificación de lo consciente con lo psíquico, y niega por tanto a lo inconsciente todo carácter anímico, no habremos ya de objetarle sino que tal diferenciación no tiene nada de práctica, toda vez que, partiendo de su íntima relación con lo consciente, resulta fácil describir lo inconsciente y seguir sus desarrollos, cosa imposible de conseguir, por lo menos hasta ahora, partiendo del proceso físico. Lo inconsciente debe, pues, permanecer siendo considerado como objeto de la Psicología» 7. Ahora bien, es preciso notar, en este punto, que los términos objeto psíquico y procesos inconcientes alinean en realidad ciertos fenómenos y mecanismos que no coinciden del todo entre sí. Sabemos que no ha sido nada sencillo para Freud discriminar las diversas instancias puestas en juego en la vida anímica, cosa que testimonian las diversas reformulaciones que sobre ello se vio llevado a introducir en el corpus teórico del psicoanálisis, en particular, acerca del modelo pulsional y de la topología del aparato psíquico. El tema, por supuesto, excede el recorrido de nuestro seminario, no obstante hay ciertas discriminaciones que, para lo que nos interesa, resulta indispensable introducir.

Retomaremos aquí para ello nuestro diálogo con Popper, quien, como decíamos, tampoco negaba tales procesos inconcientes, tal como podremos apreciar en el siguiente pasaje de El cuerpo y la mente, en donde trae a colación una anécdota ocurrida a un amigo suyo, Adolph Busch, violinista, de la cual extraeremos algunas cuestiones muy importantes: «En una ocasión interpretó en Zurich el concierto para violín de Beethoven. Más tarde se le acercó a éste el violinista Huberman y le preguntó cómo interpretaba un determinado pasaje. Busch dijo que era bastante sencillo y entonces se dio cuenta de que ya no era capaz de interpretarlo. El intento de interpretarlo conscientemente afectó a su digitación, o a lo que fuera, y ya no fue capaz de interpretarlo. Es muy interesante y demuestra en realidad la función del proceso por el cual una actividad deviene inconsciente» . Observamos que se revela aquí un proceso vinculado con el aprendizaje, el hábito y el súbito olvido de un saber referido a cierto recorte de la actividad psíquica de ese sujeto que podemos circunscribir con bastante exactitud. Nos recuerda, en cierto sentido, a los procesos fisiológicos que nuestro cuerpo realiza sin que tengamos que regularlos a cada instante a través de nuestra razón, y que podríamos adscribir al dominio de la pura biología. Pero lo más notable, en este ejemplo del violinista, es que aquello que se encarnaba allí como saber inconciente era una habilidad artificial, adquirida mediante el entrenamiento y la práctica. Algo comparable, en lo esencial, a lo que podríamos ubicar en la etiología de aquellos procesos anímicos que nos ocupan. Lacan señala esta similitud en un pasaje de sus escritos: «La costumbre y el olvido son los signos de la integración en el organismo de una relación psíquica: toda una situación, por habérsele vuelto al sujeto a la vez desconocida y tan esencial como su cuerpo, se manifiesta normalmente en efectos homogéneos al sentimiento que él tiene de su cuerpo»8. Esa integración en el organismo de cierta relación psíquica, es algo sobre lo que conviene que pongamos nuestra mayor atención. No obstante, antes de entrar en profundidad en la elucidación de esta enigmática observación de Lacan —cosa que vamos a retomar en la clase próxima—, conviene examinar, al menos en un breve repaso, las diversas implicancias que acerca de la noción de objeto podemos rastrear en la obra de Freud.

Tres perspectivas freudianas sobre la noción de objeto.

Nos serviremos para ello de la puntuación que el propio Lacan propone en su seminario de 1956/57, precisamente, sobre La relación de objeto. En el inicio, él pone en cuestión la legitimidad de otorgarle a la relación de objeto un lugar central en la teoría freudiana, en contraposición con la dirección hacia la que venía avanzando el psicoanálisis luego de la muerte de Freud, en particular desde la escuela americana. Lo primero que señala, es que «... es muy difícil, en lo que a la relación de objeto se refiere, partir de los textos mismos de Freud, porque no está. Me refiero, claro, a lo que aquí se plantea formalmente como una desviación de la teoría psicoanalítica». Desde ya que Freud sí habla de objeto, podemos decir incluso que va situando con suma precisión ciertas cuestiones que nos permiten pensar la noción de objeto en diversos registros, articulados en torno de aquello que él despejara como el objeto pulsional.

Una de las primeras observaciones de Freud —que puede rastrearse ya en el Entwurf— , se sintetiza en la última parte de sus Tres ensayos: el hallazgo (encuentro) de objeto, es propiamente un reencuentro, en la medida en que se trata de un objeto perdido que hay que volver a encontrar. En una segunda acepción, puede decirse que se habla implícitamente de objeto siempre que interviene la noción de realidad. Por último, también se lo invoca toda vez que está en juego la ambivalencia de ciertas relaciones fundamentales, por ejemplo cuando decimos que «el sujeto se hace objeto para el otro...». Intentaremos articular lo que implica cada uno de estos señalamientos.

En primer lugar, si lo que motoriza el deseo de todo sujeto es la búsqueda de algo que, desde el inicio, está perdido, todo hallazgo estará entonces definitivamente signado por la insatisfacción, y por el sólo hecho de la repetición de esta búsqueda se instaura una discordancia: «El sujeto —dice Lacan— está unido con el objeto perdido por una nostalgia, y a través de ella se ejerce todo el esfuerzo de su búsqueda. Dicha nostalgia marca el reencuentro con el signo de una repetición imposible, precisamente porque no es el mismo objeto, no puede serlo. La primacía de esta dialéctica introduce en el centro de la relación sujeto-objeto una profunda tensión, de tal forma, que lo que se busca no se busca al mismo título que lo que se encontrará. El nuevo objeto se busca a través de la búsqueda de una satisfacción pasada, en los dos sentidos del término, y es encontrado y atrapado en un lugar distinto de donde se lo buscaba. Hay ahí una profunda distancia introducida por el elemento esencialmente conflictivo que supone toda búsqueda del objeto. Bajo esta forma aparece en primer lugar la relación de objeto en Freud». Por supuesto, esto contradice toda terapéutica orientada a la rectificación de las relaciones objetales, o basada en la noción del objeto «adecuado». Toda satisfacción, por lo tanto, será parcial, y vemos como Freud sitúa de entrada la noción de objeto en el marco de una relación profundamente conflictiva del sujeto con su mundo.

La segunda cuestión implicada en la noción de objeto, la situamos allí donde ella queda asimilada a la noción de realidad. Para abordar este punto, conviene revisar las implicaciones recíprocas entre aquello que Freud estableciera como Principio de realidad y Principio de placer. Lo primero que debemos señalar es que ambos se implican y se incluyen el uno al otro en una relación dialéctica: «El principio de realidad está constituido tan sólo por lo que al principio del placer se le impone para su satisfacción, no es más que una prolongación suya, y a la inversa, implica, en su dinámica y en su búsqueda fundamental, la tensión fundamental del principio del placer. De todos modos, entre ambos, y esto es lo esencial que aporta la teoría freudiana, hay una hiancia que no cabría distinguir si uno fuera sólo la prolongación del otro. En efecto, el principio del placer tiende a realizarse en formaciones profundamente antirrealistas, mientras que el principio de realidad implica la existencia de una organización o de una estructuración diferente y autónoma —el subrayado es nuestro—, la cual supone que lo que aprehende puede ser precisa y fundamentalmente distinto de lo que desea». Se introduce aquí de este modo, en la dialéctica del sujeto y el objeto, un tercer término —esa «organización» o «estructura diferente y autónoma»— , que Lacan plantea allí como irreductible, y que en Freud puede hallarse desde la Traumdeutung, es decir, desde su primera formulación plena y articulada de la oposición entre el principio de realidad y el principio del placer. A partir de lo cual toda relación entre el sujeto y el objeto, será una relación mediatizada. Sólo cuando este término mediador falta, por ejemplo en las relaciones que suelen llamarse «pregenitales», puede entonces parecer que esta relación se sostiene directamente y sin ninguna hiancia, produciéndose entre sujeto y objeto una literal equivalencia, que comúnmente se denomina: «relación en espejo». Es lo que, en el extremo, encontramos en Burdulú, ese personaje tan simpático como desolador que introduce Ítalo Calvino en El caballero inexistente, quien tiene tantos nombres como poblados atraviesa en sus diletantes recorridos, y tantas identidades como objetos se le ponen delante: puede ser un pato y puede ser un rey, o fundirse con el caldo de la misma sopa que está tomando. ¿Cómo pensar entonces aquella instancia que viene a terciar, a regular las relaciones del sujeto con «las cosas del mundo»? Veremos que esta mediación no está exenta de complicaciones, ya que allí justamente se pondrá en juego para él la dialéctica alienación/separación, esencial a toda estructuración subjetiva. Nos encontramos ahí, tal como Freud lo señalara, frente a la complejidad del aparato psíquico, en virtud de lo cual nos hallamos ante una nueva dimensión de la realidad: la realidad psíquica. Lo que Lacan se esfuerza en transmitir es que si hay algún progreso de la experiencia analítica, este no podría pensarse a partir de poner en primer plano las relaciones del sujeto con su entorno, con el otro, como rectoras de su cura o su «normalización». Por el contrario, poner el énfasis en el entorno conduce inevitablemente a una profunda tergiversación de la experiencia psicoanalítica. Hay más bien una distancia insoslayable «...entre lo que implica determinada construcción del mundo, considerada como más o menos satisfactoria en una época dada, y el establecimiento de la relación con el otro en su registro afectivo, incluso sentimental, incluyendo la toma en consideración de las necesidades, la felicidad, el placer del otro. La constitución de ese otro en sí, es decir, como hablante, como sujeto que es, nos lleva indudablemente mucho más lejos». Ya veremos hasta dónde habremos de llegar. Por el momento, es preciso situar que se introduce de este modo, en términos de Lacan, «...una noción funcional del objeto de una naturaleza muy distinta que la de un puro y simple correlato del sujeto. No se trata de una pura y simple coaptación del objeto con determinada demanda del sujeto. El objeto tiene aquí un papel muy distinto, se sitúa, por decirlo así, sobre un fondo de angustia. El objeto es un instrumento destinado a enmascarar, a modo de una protección, el fondo fundamental de angustia que caracteriza a la relación del sujeto con el mundo en las distintas etapas de su desarrollo». Esta relación del objeto con la angustia es algo que él luego situaría con mayor precisión, justamente, al delimitar la función específica del objeto a. Algo que vamos a poder pensar asimismo en conexión con la tercer acepción de la noción de objeto que situábamos en Freud, referida a ciertas circunstancias en que «el sujeto se hace objeto para el otro...». ¿Cuáles son esas circunstancias? Esto puede ser parte de un juego, pero en ocasiones se trata de un juego del cual el sujeto desconoce las reglas, por ser inconcientes. Hallándose de pronto capturado en determinadas situaciones que no por conocidas —en tanto que se repiten— dejan de resultarle extrañas y, con frecuencia, ominosas, especialmente cuando ellas quedan vaciadas para él de toda satisfacción, y en las que la ganancia de placer —al menos aparentemente— será del Otro. Veremos en la próxima clase cómo esto se articula con la problemática falo/castración, ordenadora del universo de las representaciones del sujeto en una lógica binaria, que está signada por la inadecuación... Veremos asimismo cómo, luego de este intrincado rodeo, podremos retomar nuestro camino, habiendo despejado ciertas cuestiones esenciales acerca del objeto de nuestra investigación.

Gabriel O. Pulice - nbpulice@intramed.net.ar

Oscar Zelis - oscarzelis@sinectis.com.ar

Eduardo Urbaj - edurbaj@aol.com

Notas

1 Popper, C.; Búsqueda sin término. Una autobiografía intelectual; Madrid, Tecnos, 1982.

2 Popper, C.; El Yo y su cerebro, Barcelona, Labor, 1980.

3 Pulice, G.; Zelis, O.; Manson, F.; La lógica en Peirce: algunas herramientas conceptuales de interés para la investigación y el psicoanálisis, www.psicomundo.com/foros/investigacion/peirce.htm , en el Foro Investigación <> Psicoanálisis, Sección: Contribuciones de la Epistemología, la Filosofía y la Semiótica a la Teoría de la Investigación en Psicoanálisis

4 Peirce C. S.; La ciencia de la Semiótica, Editorial Nueva Visión, Buenos Aires, 1986.

5 Investigación <> Psicoanálisis: De Sherlock Holmes, Peirce y Dupin, a la experiencia freudiana; Buenos Aires, Editorial Letra Viva, 2000.

6 Esposa de Bohr y, en la obra, testigo presencial del encuentro.

7 Freud: Múltiple interés del psicoanálisis; Capítulo II: «El interés del psicoanálisis para las ciencias no psicológicas. Interés filosófico».

8 Lacan: Acerca de la causalidad psíquica, Pág. 172).


Ir a la página principal del Programa de Seminarios por Internet de PsicoNet

Logo PsicoNet