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Seminario
Investigación<>Psicoanálisis
De la experiencia freudiana a la elaboración de nuevos
recursos metodológicos para la investigación psicoanalítica

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investigacion@edupsi.com

Organizado por : PsicoMundo

Dictado por : G. Pulice; F. Manson; E. Urbaj; O. Zelis


Clase 4


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«Si buscas la verdad, prepárate para lo inesperado, pues es difícil de encontrar y sorprendente cuando la encuentras».
Heráclito

Nos proponemos en esta ocasión anudar algunas de las cuestiones que fuimos desplegando en las clases anteriores en torno de la problemática del objeto, para ir despejando el camino que nos queda por recorrer. Lo que implica un pasaje de estos asuntos —que en apariencia se presentan más bien como puramente teóricos—, a los problemas relativos a la clínica. Nos interesa situar, en este sentido, algunas líneas directrices a partir de las cuales podremos luego abordar, en las clases siguientes, aquello que tiene que ver con el avance del psicoanálisis en sus diversas áreas de inserción, y es en este punto en que pondremos en interrogación si esa aparente oposición entre teoría y clínica se sostiene o carece de fundamento.

Recordarán que partimos, en nuestra indagación en torno del objeto, de aquella cita de La ciencia y la verdad que situábamos como enigmática —pero que a esta altura estamos en condiciones de desgranar—, donde Lacan señalaba que el objeto del psicoanálisis no puede deslindarse de la función que desempeña en él el objeto a... Con la advertencia —es importante prestar especial atención a este señalamiento— de que debe evitarse la simplificación del problema bajo la idea de que «la ciencia del psicoanálisis» se limitaría entonces al saber sobre dicho objeto. Debemos explicitar aquí dos cuestiones, cuyo esclarecimiento nos permitirá ubicarnos con mayor precisión en nuestra hoja de ruta:

En primer lugar, queda claro que para Lacan no se agota, en ese pretendido saber sobre el objeto a, el campo de la investigación psicoanalítica;

Empero, debemos ubicar un lugar estructuralmente central a la función del a en cada milímetro de avance de nuestra experiencia.

¿Por qué Lacan es tan categórico sobre este punto? No podremos responder este interrogante sin adentrarnos —aunque más no sea de manera sintética e introductoria— en la «anatomía» del objeto a y el lugar crucial que desde su «descubrimiento» él ha tenido en la teoría y en la clínica psicoanalítica.

En relación a esto, por otra parte, se plantea cierta paradoja respecto del «campo» de nuestra investigación en lo relativo a su delimitación práctica: ¿hasta dónde llegar, cuando ella nos conduce tras los pasos del sujeto, quien está a su vez siendo llevado de sus narices por algo que —bajo la apariencia de su deseo— lo impulsa hacia donde él jamás se realizará? Podemos tomar como paradigmática la función que cumplen las diversas substancias en torno de las cuales se configuran las «adicciones», cada una de las cuales trae consigo una serie de efectos específicos que, más allá de lo subjetivo, determinan en buena medida el modo en que el sujeto se relaciona con cada una de ellas. ¿No interesa al psicoanalista que trabaja con esta población de pacientes —o, al menos, con uno— el conocimiento de tales especificaciones, a fin de establecer la estrategia de trabajo adecuada para, llegado el momento —y no sin antes ajustar ciertas cuestiones relativas al dispositivo que posibilite conducir al sujeto a la entrada en análisis—, poder despejar lo propiamente subjetivo? ¿Debe el analista desentenderse de ese trabajo aparentemente «preliminar»?1 Preguntas análogas pueden plantearse en las diversas áreas en que los psicoanalistas vienen insertándose desde hace décadas, sin renunciar por ello ni a su condición de analistas ni a la ética del psicoanálisis. Pero que nos obligan a repensar permanentemente los límites de nuestro campo de incumbencia tanto como los criterios de «analizabilidad». A modo de ejemplos, podríamos citar el trabajo desarrollado en relación a pacientes con «trastornos de la alimentación», o en el área de «niñez, adolescencia y familia en situación de riesgo y exclusión social», etc. Cuestiones similares se presentan en torno de la problemática de la «vejez», las diversas «discapacidades», las psicosis, en donde junto con lo propiamente subjetivo existen otros factores de fuerte incidencia —genéticos, biológicos, sociales, etc.— que son «comunes» a cada una de esas poblaciones de pacientes, y cuyo desconocimiento por parte del terapeuta hacen que esos tratamientos puedan resultar, en el mejor de los casos, inviables. Basta recordar la advertencia de Lacan acerca de lo inútil que sería intentar que un sujeto psicótico se ajuste al dispositivo propuesto por el psicoanálisis para el abordaje de las neurosis. Atravesar ese umbral al que en diversos puntos nos han conducido tanto él como Freud, significa lisa y llanamente aventurarse en la búsqueda de herramientas nuevas, específicas de ser necesario, con una única condición a considerar por parte de los psicoanalistas: la que identifica una ética que le es en todo esencial. Pronto volveremos sobre ello. Antes de llegar hasta allí, es preciso retomar lo que aún nos queda pendiente: ¿cómo entender el lugar central que Lacan asigna al objeto a cuando aborda la problemática del objeto del psicoanálisis? La teoría del objeto, en Lacan, es solidaria de la teoría de la pulsión y del fantasma, y ambos van a representar el intento de conceptualizar aquello que fue para Freud un punto de detención, lo cual tomando sus propios términos denominaremos aquí: la «roca viva de la castración». Hay un viraje que allí resulta crucial y que va del «complejo de castración» freudiano, a la castración en el Otro, cuyas consecuencias resultan indispensables para entender la «novedad» de la clínica lacaniana.

De los «objetos psíquicos», al objeto a.

A partir de su delimitación conceptual —o «invención», podríamos incluso decir—, en el seminario de 1962/63, Lacan va a ir abordando la especificidad del objeto a desde diversas perspectivas, en la medida en que su tesis se fue sosteniendo y esa construcción teórica fue cobrando consistencia, haciéndose su función en la estructuración subjetiva cada vez más patente. En ese primer momento, el a aparece en relación a la problemática de la angustia, en articulación con el -j 2: cuando falta la falta —en el Otro—, aparece la angustia. Esta es una conclusión a la que Lacan llega luego de un largo recorrido3, cuyos pasos intermedios conviene sin embargo verificar, tanto como su valor e incidencia para nuestra clínica.

Vimos en la última parte de la clase anterior el rastreo que él hacía a partir de algunas importantes indicaciones freudianas acerca de la noción de objeto para el psicoanálisis; y cómo, en conexión con esos señalamientos, se iban delineando sus rasgos esenciales, en contraposición a la concepción clínica de la época —dominante entre los posfreudianos— basada en la «rectificación» de las relaciones objetales. Allí pudimos ver destacados en primer término a los objetos de la pulsión, y el objeto del deseo4. En cuanto a la pulsión, hay que decir que no tiene en verdad un objeto determinado, sino que es ella misma la que «elige» determinados objetos para «contornearlos» o deglutirlos. «El objeto («Objekt») de la pulsión —señala Freud en Pulsiones y sus destinos (1915)— es la cosa en la cual o por medio de la cual puede la pulsión alcanzar su satisfacción. Es lo más variable de la pulsión; no se halla enlazado a ella originariamente, sino subordinado a ella a consecuencia de su adecuación al logro de la satisfacción. No es necesariamente algo exterior al sujeto, sino que puede ser una parte cualquiera de su propio cuerpo y es susceptible de ser sustituido indefinidamente por otro en el curso de los destinos de la vida de la pulsión. Este desplazamiento de la pulsión desempeña importantísimas funciones (...) Cuando una pulsión aparece ligada de un modo especialmente íntimo y estrecho al objeto, hablamos de una fijación de dicha pulsión». Lo que se pone de relieve aquí es, justamente, la inadecuación. Inadecuación que, por otra parte, se puede hacer extensiva a cada uno de los elementos de la pulsión, tal como —llevando la cuestión al extremo— Lacan intenta ilustrarlo en su seminario de 1963/64: «...creo que la imagen adecuada sería la de una dínamo enchufada a la toma de gas, de la que sale una pluma de pavo real que le hace cosquillas al vientre de una hermosa mujer que está allí presente para siempre en aras de la belleza del asunto...». La otra novedosa cuestión que Freud abre aquí, es señalar que el objeto «no es necesariamente algo exterior al sujeto». ¿Dónde lo situamos, entonces? Esta indicación no se le escapará a Lacan, quien intentará en diversos momentos de su enseñanza formalizar una topología que dé cuenta de la especial relación —que la clínica le «muestra» día a día al psicoanalista— entre sujeto y objeto, y que es solidaria del concepto de «reversibilidad». La pulsión, según Freud, «define todas las formas con las que puede invertirse un mecanismo semejante»; y en la relación entre el sujeto y el objeto, por lo tanto, sus lugares serán — según la ocasión— asimismo reversibles. Pronto volveremos sobre esto. Conviene indagar aún en algunos aportes más de la investigación freudiana sobre la pulsión.

Retomando lo que situábamos sobre la «inadecuación» del objeto, vemos que el psicoanálisis encuentra entonces allí una «falta»: el objeto «adecuado» y predeterminado para satisfacer a la pulsión está perdido. Perdido desde el inicio, puesto que no podemos atribuir a ningún objeto en particular el cumplimiento completo, total y efectivo de dicha función de satisfacción, en donde toda «adecuación» de los objetos del mundo al logro de la pretendida satisfacción no dejará de tener —en mayor o menor medida— el carácter de un forzamiento. Sin embargo, si bien ese objeto mítico se presenta de entrada como perdido, quedan sus «bordes», y el deseo que es causado cada vez que algo promete hacer posible su reemplazo y permitir al sujeto el «reencuentro» con aquella plenitud supuestamente alcanzada alguna vez. Por otra parte, cuando hablamos de «bordes», hay que entenderlo en el mismo sentido en el que, en el campo de la física atómica —y tal como veíamos en Copenhague en boca de Bohr— «... si se desprende un electrón de su átomo, y pasa a través de una cámara de nubes, se puede ver la huella que deja...», aunque no pueda verse sin embargo aquello que la produjo. Lo cual resulta perfectamente articulable con lo que en otra ocasión hemos desarrollado acerca del «paradigma indiciario» de Carlo Ginzburg5: ¿hay demasiada distancia entre el físico que construye su teoría atómica a partir de la observación de las huellas que deja a su paso un electrón, y el cazador primitivo que, al ver las ramitas rotas y otros indicios, conjetura el paso reciente de su presa? El problema, en el caso de nuestro objeto, es que sólo tenemos las huellas de algo cuya existencia y consistencia es puramente lógica...

La «magia» del aparato psíquico.

Es el momento de retomar aquí aquello que comenzáramos a trabajar hace algunos años, en otro lugar6. Por entonces, nos valíamos de un interesante artificio óptico para tratar de inteligir la singular complejidad del objeto y la topología del aparato psíquico. Se trata de las láminas de tres dimensiones (3D), algo que también se ha dado en llamar «el ojo mágico», y cuyo dispositivo está constituido por ciertas láminas que nos permiten —a partir de un particular ejercicio de acomodación de la mirada— acceder a la visión de imágenes en 3D. Si bien en psicoanálisis acostumbramos servirnos de tales modelos tomados de la física, de la óptica, o de otras ciencias experimentales —recordarán por ejemplo el «esquema del peine» que Freud introducía en La interpretación de los sueños, o la experiencia del «ramillete invertido» en los primeros seminarios de Lacan—, sin embargo es necesario estar advertidos de que estas analogías tienen también sus límites. Veremos entonces hasta dónde es válido sostener esta comparación. ¿En qué consiste el «ojo mágico»? Hay láminas de distintos tipos, aunque en definitiva se trata siempre del mismo mecanismo. En algunos casos, como en la lámina de las monedas7, la imagen en 3D a la que se accede es en realidad la misma que se puede ver en la superficie. Sólo que, al acceder a la tercera dimensión, se puede percibir que esas monedas están situadas gradualmente a mayor profundidad; es decir que si bien la imagen que vamos a ver es en ambos casos la misma, sin embargo, al introducirnos en 3D, habrá una diferencia respecto de la relación que podemos establecer entre los elementos que la componen: algunas monedas estarán delante, otras estarán detrás. Ya ahí podemos ubicar que se registra entre estos elementos una nueva relación que, de otro modo, pasaría desapercibida.

Existen otras láminas en las que el fenómeno resulta aún más curioso: lo que vemos en la superficie no es más que una serie de manchas y trazos, dibujos o guardas, en donde lo que se destaca es cierta regularidad en su repetición, aunque no se deduce de ellos ninguna imagen, ningún objeto. Sin embargo, para nuestra sorpresa, una vez que logramos la requerida acomodación de nuestra mirada —y no sin dificultad, dado que estas láminas suelen ser las que presentan mayor «resistencia» para su acceso— logramos percibir en 3D cómo se va configurando otra imagen, de la que al comienzo no teníamos noticia alguna. Es decir, no hay en la superficie, a partir de lo que se observa en el entramado de la lámina, ninguna alusión a esa otra escena, a esa imagen que hasta el momento había permanecido oculta 1. ¿En que consiste este truco? ¿Cómo se produce este fenómeno óptico? Se trata de hacer divergir el foco de ambos ojos, algo que se logra haciendo perder nuestra mirada al infinito, es decir, evitando que ella se fije en cualquier punto de la superficie de la lámina —dado que si eso ocurre, se pierde automáticamente la «conexión» con la imagen oculta. Aquí podemos ubicar, de paso, cierta analogía con la atención flotante, es decir, ahí donde Freud dice que es necesario no fijar la atención en ningún punto del relato del sujeto porque, si uno lo hace, corre el riesgo de no poder percibir nada más allá de sus meras contingencias.

Llegados aquí, vale la pena detener nuestra atención en una de estas láminas, que hemos escogido por estar confeccionada de una manera muy particular. Lo que se observa en ella a primera vista es una serie de figuras y trazos que se repiten, en los que podemos reconocer sin dificultad a Pluto y también a Mickey, quien lo acompaña en una multiplicidad de escenas. Una observación más atenta, sin embargo, permite detectar que esas imágenes que se repiten no son en realidad idénticas, sino que hay una alteración en la repetición. Es decir, se repiten pero hay, en esa misma repetición, algunas diferencias. Por ejemplo, la cara de Mickey aparece en la misma secuencia algo abollada, o con un corte, o con alguna otra deformación. Ahí donde se repite Mickey con sombrerito, Mickey con sombrerito, Mickey con..., si uno mira bien los sombreritos o cualquier otro detalle, se puede observar que presentan pequeñas variaciones más o menos evidentes que, para un observador no advertido, podrían incluso ser vistas como «errores» en la ilustración. Sin embargo, estas alteraciones tienen para nosotros una propiedad muy valiosa: son, por cierto, la única noticia que tenemos de la presencia de la imagen oculta. Nosotros ya sabemos que hay alguna imagen oculta en 3D —así se promocionan estos libros—, pero en la superficie no tenemos de ella ninguna otra noticia más que esos accidentes que aparecen en la trama. Y descubrimos que es precisamente en ellos, en esa «caprichosa» variación de los trazos, en donde la otra escena, la que permanece oculta, parece sostenerse. Luego podremos preguntarnos, en verdad, cuál escena sostiene a cuál. No obstante, debemos aclarar que la mera observación de esos «accidentes» no alcanza para hacer aflorar la imagen que sabemos escondida. Por más que nos rompamos la cabeza desde la superficie tratando de captarla, comprobamos que ello no es de este modo posible.

Vamos a dar un paso más. Imaginemos que Pluto es nuestro paciente, y con cierta frecuencia nos habla de Mickey, de lo que le pasa con él, de cómo le gusta jugar… Pero también relata los momentos en que tiene ganas de comérselo, como se puede observar en algunas de las situaciones que aparecen en la secuencia de los dibujitos de la lámina mencionada. Habla de cuánto lo quiere, pero también de cuánto lo apetece. Sin embargo, cuando accedemos por fin a la imagen oculta en 3D, observamos que en realidad Mickey no cuenta para él en lo más mínimo: el objeto de su atención son unas bonitas mariposas respecto de las cuales, en la imagen plana, no aparece elemento alguno que las aluda.

Ahora bien, debemos destacar otro hecho que resulta esencial para que allí la cosa funcione, puesto que esa figura, esa otra escena, no se forma sola... Hace instantes señalábamos que la mera observación de estos accidentes resulta insuficiente para desentrañar aquello que se oculta, y podemos ahora decir que es ese en verdad uno de los puntos más interesantes, y en donde vamos a poder pensar cómo articulamos nuestro ingenioso artificio con la topología del aparato psíquico y con el «fenómeno» de la transferencia, en el análisis. Pues bien, el hecho es que para que esa otra escena se despliegue, para que ella se haga reconocible, es indispensable la presencia de alguien que la cause... Es decir, la mirada de alguien que, a partir de situarse en determinada posición frente a aquello que hace de pantalla, de encubrimiento, tenga la convicción de que ahí puede haber algo más; y, a partir de esa convicción, posibilite los movimientos necesarios para que eso aparezca, para poder acceder así a su captación. Sólo entonces será posible dar cuenta de ello, y construir esa nueva figura… ¿Por qué decimos que se trata de una construcción? Esto es precisamente lo «mágico», que eso no está en la superficie, no podría localizarse topológicamente en ningún lugar, si uno lo busca detrás de la lámina tampoco está..., pero sin embargo allí está.

Por otra parte, para afinar aún más nuestra analogía es preciso realizar cierta inversión: porque si nosotros decimos que la otra escena se sostiene en la lámina a partir de sus «fallas» en la trama —comparables a los actos fallidos, los lapsus y las deformaciones del sueño—, sin embargo podemos ahora entender que esos accidentes en la configuración de la lámina no tendrían razón de ser si no fuera por la imagen subyacente que los determina. Es decir, no es que la imagen oculta se sostiene en ellos, sino que esos «accidentes» están subordinados a la lógica de esa otra escena. Es aquí donde nuestra analogía cobra su mayor potencia, en tanto nos permite ilustrar la relación entre las producciones sintomáticas subjetivas y el fantasma. En el seminario de la angustia, la fórmula del fantasma ($<>a) es lo que da cuenta de las relaciones del sujeto con el objeto, pero en donde el objeto no es en realidad otra cosa que un borde del sujeto, un borde que tiene que ver con algo que está pero no está, en torno de lo cual el sujeto se estructura. Pero que en cierto sentido podría decirse —tal como señalábamos a propósito de la cita de Freud— que no es posible pensarlo como algo externo al sujeto. De hecho, Lacan presenta, para ilustrar esta complejidad topológica, un jarrón cuya boca está representada por la banda de Moebius. Como ustedes sabrán, la banda de Moebius tiene la particularidad de que si uno va caminando por ella, comenzando el recorrido desde el borde externo, se termina en el borde interno; y si se sigue avanzando estamos afuera de nuevo, sin atravesar ningún límite, ninguna frontera… Con esta figura topológica Lacan intenta representar las complicadas relaciones del objeto y el sujeto; fundamentalmente porque, en la angustia, —como antes señalábamos—, de lo que se trata es del hecho de que va a ser el mismo sujeto ( $) el que va a quedar ubicado en posición de objeto (a), es decir, como objeto del goce del Otro. Lo que las láminas en 3D nos permiten ilustrar es cómo las coordenadas de una escena intangible —y apenas visualizable bajo condiciones muy específicas— puede resultar sin embargo determinante de ciertos fenómenos subjetivos que, de otro modo, serían muy difíciles de captar en su justa dimensión... Intentaremos dar aún algunos pasos más.

Del a, a la lógica del fantasma.

Algunos años más tarde, en el seminario 14, la tesis es que la angustia aparece cuando falla el fantasma, cuya lógica —concluye Lacan, y esto implica que va a haber aq uí un nuevo tratamiento del a—, es de él, del objeto a, de donde debe inferirse. El a aquí no está tan emparentado con el registro imaginario, pues si bien efectivamente lo imaginario abreva y se condensa allí, es necesario situar al objeto en otro estatuto, en tanto que la multiplicidad de objetos que van a parar a ese lugar no son sino el soporte de un valor lógico. ¿Cómo se deduce la noción del objeto a? En este punto, podemos decir que él encarna un resto, eso que no da justo de la división del Sujeto ($) por el Otro. Podemos pensarlo también como una «presencia» que surge en los límites del análisis, allí donde el discurso del sujeto comienza a tener un recorrido circular —esa conocida sensación de «dar vueltas sobre lo mismo»—, en donde resulta imposible hallar un punto de capitón por la vía de la serie significante y la significación fálica. El problema con la significación fálica es que siempre llega a su límite, siempre se muerde la cola cuando se encuentra con la falta; en este caso, la falta de palabras para nombrar algo que se ubica en otro registro, que no se puede nombrar. En términos de Wittgenstein, «...cuando algo no se puede decir, se muestra...», —y ya veremos cuánto se ajusta este postulado a la clínica psicoanalítica, cuando abordemos el tema del pasaje al acto y el acting-out.

¿Cuál es el operador que permite detener esa interminable fuga de sentido? Es el objeto a, que establece sus límites al deslizamiento del sujeto en la cadena significante8. Una vez que el sujeto recorrió del derecho y del revés «todo» su universo simbólico, siempre queda sin embargo un resto... Todo está anclado en ese punto. Hay allí un límite a toda producción discursiva, en la medida que el análisis revela que ciertos elementos se repiten, se deslizan silenciosamente de relato en relato y de escena en escena. Será crucial entonces, en la marcha de un análisis, ubicar los puntos donde no hay deslizamiento, donde hay un tope al deslizamiento; en donde podríamos decir, incluso, que se juega algo de la identidad del sujeto. No hay nada en el desciframiento del inconciente que pueda conducirnos a ese punto. Hay algo que insiste, pero que el sujeto sin embargo no llega a poder decir ni siquiera por la vía de las figuras de la metáfora y la metonimia. La metáfora, lo que hace es crear una significación ahí donde hay una x, pero no se puede entender una metáfora si no se entiende qué es lo que ella está sustituyendo. La metáfora da brillo de significación allí donde hay algo opaco. Si el sueño es una metáfora, es porque emerge en lugar de algo que resulta difícil de decir, algo insoportable y oscuro. Es lo que Freud ubicaba, por ejemplo, en términos de «el ombligo del sueño». En ese sentido, las formaciones del inconciente son metáforas de las cuales no se sabe qué es lo que vienen a sustituir. ¿Por qué? Si pudiera situarse ese significante primero, esencialmente perdido, sería entonces un significante cuya significación sería absoluta, cerrada sobre sí misma, sin necesidad de ninguna referencia a otro significante. Lo cual contradice la definición misma de significante, en la que cada uno de ellos sólo puede cobrar alguna significación en su articulación a los demás. En consecuencia, y dado que debemos desistir de poder encontrar ese referente último en el campo de los significantes, es allí donde Lacan ubica, como referencia a ese significante primero faltante, al objeto a.

Es en torno de este problema que se ve llevado a examinar toda una serie de cuestiones vinculadas a la lógica, en donde lo que interesa es demostrar por esa vía la imposibilidad de alcanzar un conjunto universal, o aquello que podríamos llamar El Uno Total y Absoluto. Él toma esto para apuntalar la idea de que «no hay ningún significante que pueda significarse a sí mismo», axioma fundamental para poder situarnos en la lógica del significante. En este punto, se hace eco de algo que la lógica de la época ponía por entonces de relieve... Bertrand Russell, por ejemplo, llega a la conclusión de que aún razonando impecablemente se puede llegar sin embargo a paradojas insolubles; lo novedoso es que ello se puede producir sin que haya ningún error en la cadena de razonamientos9. Lo que demuestra la posibilidad de establecer imposibilidades en la lógica, es decir, se logra producir imposibles lógicos. El punto de interés, aquí, es la nueva luz con la que estas herramientas nos permiten abordar la problemática de la verdad y, más específicamente, de la verdad subjetiva, aquello que Freud situara en términos de «la realidad psíquica».

¿En qué radica la dimensión de la verdad? No es sencillo responder a esta pregunta. No obstante, lo que interesa, para Lacan, es dónde ella se obtura, ese punto de cierre donde se constituye el fantasma. «Ello» habla, allí donde ello sufre: lo que habla allí es la verdad, pero eso ya no tiene que ver sólo con la estructura del lenguaje. Hay algo en el inconciente que no es significante. Sin embargo, no puede ceñirse la verdad más que por la vía del significante, pero esto mismo hace que algo quede siempre eludiendo la posibilidad de ser dicho en forma acabada. Hay, no obstante, en el recorrido de un análisis, efectos que persisten, efectos de verdad, que van permitiendo el avance hacia la producción por parte del sujeto de su propia versión de las cosas, a la luz del trabajo analítico. Para que el recorrido de un análisis sea lógico, debe estar circunscrito por algún punto paradojal, que tiene que ver con la verdad pero también, y fundamentalmente, con lo que resiste a ella. Lo que implica, asimismo, en la dirección de la cura, poder ir develando y desactivando aquellos fenómenos subjetivos que operan como obturador. Allí es donde nos encontramos con algo cuya consistencia en su valor de verdad y cuya fuerza en su función de dominio del sujeto se constituye en el «enemigo» —en términos estrictamente freudianos— al que deberemos enfrentarnos, y no precisamente en un plano «simbólico». Se trata más bien de esa dimensión de la transferencia que, con mucha precisión, Lacan describe como «la puesta en acto de la realidad sexual del inconciente».

Sin embargo, es preciso situar que la lógica del fantasma implica una construcción que tiene que ver con la escritura. Es lo que Calligaris sintetiza del siguiente modo: «En efecto, la estructura lenguajera sobre la que opera el psicoanálisis se organiza a partir de la unión de la cadena significante y del objeto —el subrayado es nuestro—, unión que propone el fantasma. Hace falta en este caso una aclaración. Los elementos del fantasma son dos: la frase que produce al Otro como deseante, y el objeto que se propone al cuerpo de ese Otro para completar su goce...»10. Por la época del seminario XIV Lacan quiere imprimirle, además, un modo de pensar el fin de análisis: lo imposible, en relación a una escritura. Veamos de qué modo podemos conectar lo que venimos desarrollando con nuestra propia praxis.

La clínica del objeto a.

Hemos intentado mostrar hasta aquí cómo la conceptualización del objeto a y sus peculiaridades lógicas y topológicas se articulan y dan una nueva vitalidad al cuerpo teórico del psicoanálisis. Nos proponemos ahora examinar su valor práctico —que para nosotros se traduce en términos de verificar su incidencia y utilidad en la clínica. Conviene detenernos, entonces, en la consideración de aquellos «acontecimientos» que, desde el inicio de la experiencia freudiana, se han presentado como obstáculos en la dirección de la cura. Podremos escudriñarlos, paradigmáticamente, a partir de aquello que denominamos: acting out y pasaje al acto. Términos que remiten a momentos clínicos de particular dificultad, que desafían el trabajo más «convencional» del terapeuta, y que también pueden ser utilizados para pensar otros fenómenos clínicos y perturbaciones tales como los que al comienzo describíamos; y cuyo abordaje nos confronta —como decíamos— con la necesidad de repensar permanentemente los límites de nuestro campo de incumbencia tanto como los criterios de «analizabilidad».

En efecto, tanto el acting-out como el pasaje al acto resultan paradigmáticos de aquellos fenómenos clínicos que no se sitúan a nivel de la palabra, sino a nivel de la acción; y que, cuando se presentan, suelen conducirnos a la pregunta acerca de qué hacer, cómo intervenir, en tanto que implican habitualmente una detención, algo en el orden de un tropiezo en la marcha de los tratamientos que además, en tanto analistas, nos involucra. Por otra parte, suponen asimismo un límite a la interpretación, en tanto lo que allí se juega, lo que se pone en escena, es algo para lo cual el sujeto no tiene palabras, aunque percibimos que por su intermedio algo nos está queriendo decir... Si bien muchas veces ambos han sido ubicados como efecto de «errores en los tratamientos», es necesario conceptualizarlos también de otro modo, dado que el acting y el pasaje al acto señalan las escansiones en el desarrollo de un tratamiento, en tanto que revelan —a partir de las dificultades que se presentan en su marcha— elementos que hacen a la estructura del sujeto y a su posición en su propia escena fantasmática.

En Freud, encontramos esta misma problemática bajo el término «agieren», que significa «actuar», lo cual ubica al acting y al pasaje al acto en la dimensión del comportamiento, en tanto opuesta a la del recuerdo. Es interesante, sin embargo, que Freud sitúe también al «agieren» en la dimensión de la repetición, aunque lo caracteriza —y citamos aquí a D. Laznik— de un modo muy particular: «…porque el acting y el pasaje al acto son repeticiones, pero no en el relato. No es la repetición que se produce en el marco de la asociación libre en términos de los significantes que retornan de lo reprimido, sino que es una repetición que supone la aparición en la escena analítica de otra cosa 2…». Entonces, nuevamente la pregunta: ¿Cómo entender esa «otra cosa» que se repite, pero no a nivel de la palabra? Conviene que examinemos a cada uno de ellos en su especificidad.

Respecto del acting, podemos pensarlo como un llamado del sujeto dirigido al Otro por la vía del montaje de una escena, cuyo objetivo esencial es hacerle notar la necesidad del sujeto de ser reconocido en el campo de su deseo, con el propósito de que el Otro se pronuncie acerca de «qué lugar desea para él...» . Es un intento más o menos alocado del sujeto por probar si el Otro le hace un lugar, en un momento de desesperación por ubicar su posición en lo simbólico. El secreto de fondo del acting es verificar si se tiene o no lugar en el deseo del Otro, y cuál es ese lugar. Para ilustrarlo, Lacan utiliza una anécdota —a esta altura muy difundida— que relata un analista americano, Cris, en donde el acting aparece articulado a una «fallida» intervención del analista. El paciente le relata a Cris su convencimiento de que plagiaba, que todas las ideas que se le ocurrían le pertenecían, en definitiva, a otro. Frente a ello, Cris le dice que su problema no existe —lo que, como veremos, casi sería equivalente a decirle que quien no existe es el sujeto mismo—, tratando por todos los medios de hacerle ver la originalidad de las ideas que se le ocurren, de lo irrazonable de su relato. Lo cual, en definitiva, crea las condiciones del acting-out, dado que este sujeto se ve llevado a buscar otra vía para intentar hacer visible esa verdad que lo habita, y a la que en el plano de la palabra se le estaba negando un lugar. Es en ese contexto en el que relata al analista el último menú escogido para su almuerzo: «sesos frescos». Para Lacan, ese convencimiento del paciente de ser plagiario, puede ubicarse como algo relativo a su fantasma, es decir, a la fantasía en función de la cual se ordena su neurosis, se organizan el conjunto de sus fenómenos neuróticos. Precisamente, como podremos ver, es algo en el orden de esa fantasía lo que se revela en el acting tanto como en el pasaje al acto. No obstante, debemos lamentar que la precipitación de Cris a abrochar una significación a aquello que estaba ocurriendo a su paciente nos ha privado de saber a qué podría estar remitiendo eso que, sin suerte, él trataba de mostrarle. Por nuestra parte, conviene entonces que intentemos dar algunos pasos más, para avanzar en el esclarecimiento del mecanismo que allí se pone en juego. Podemos ilustrar el acting con el siguiente esquema:

Acting-out

Con (S-) damos cuenta en el esquema del peso que tiene para el sujeto la pregunta por el deseo del Otro, enigma que se traduce en términos de un significante faltante. Lo que el sujeto muestra en el acting es, asimismo, su reivindicación respecto de ocupar para el Otro un lugar distinto de aquel en el que siente que es puesto. En este sentido, podemos pensarlo también como un reclamo de «justicia» o un pedido de reivindicación. Es preciso notar, asimismo, que en el montaje de esas escenas suele repetirse de diversos modos el mismo argumento: o bien el sujeto asume una posición que es la que supone al Otro, es decir, esa misma posición desde la cual el Otro lo degrada como objeto, como objeto de su «goce perverso»; o bien —y siempre bajo las coordenadas del mismo axioma— arma una escena en la que, sin darse cuenta, él mismo se hace objeto de esas «perversidades» que atribuye al Otro. El Otro, aquí, aparece como un Otro no castrado, todopoderoso, que puede hacer con el sujeto lo que se proponga, gozar de él en forma ilimitada. Y la pregunta que se plantea es, precisamente, si nadie será capaz de poner algún límite. En estos términos, el acting puede ser también entendido como una demanda de límites y, por lo tanto, esto exige que sea sancionado. ¿Cómo sancionar el acting? Allí es preciso que el analista intervenga de manera distinta que frente al síntoma. Dado que en esos momentos la interpretación carece de la menor eficacia, ¿qué maniobra habrá que instrumentar para destrabar la marcha de la cura? Para poder intervenir, lo primero es alojar, darle un lugar a eso que viene a mostrar el sujeto. El sujeto no viene a contar lo que le pasa, viene a mostrarlo. Que el terapeuta pueda dar soporte a eso que el sujeto viene a mostrar —aún cuando para mostrarlo sea inevitable que el analista mismo sea puesto a jugar allí uno de los roles que componen el libreto—, puede generar las condiciones para que el acting pueda ser llevado al plano de la palabra, pueda ser explicitado. Ahora bien, para esto es necesario agregar algo más, no se trata del sólo hecho de darle lugar, de alojarlo, porque ello no tendría la menor eficacia si consistiera simplemente en que el terapeuta dejara que el sujeto lo someta en forma descarnada a tales designios. Al hecho de alojarlo, hay que agregar que ese alojamiento no puede ser sin condiciones, sin requisitos, sin que se establezcan claramente los límites dentro de los cuales el juego puede seguir siendo jugado. Esto es lo que permite diferenciar al acting de una actuación perversa. Porque si en el acting se trata de una fantasía actuada, lo importante no es el contenido perverso que esa fantasía puede tener, sino la posición que frente a eso pueda asumir el sujeto. Para Lacan, el acting pone en juego algo articulado pero no articulable, del orden del «te deseo, aunque no lo sepas». Y cuyo trasfondo, insistimos, es la duda respecto de cual es el lugar del sujeto en el deseo del Otro.

El pasaje al acto, en contraposición al acting, puede situarse como un «dejarse caer» o una ruptura de la escena, pero es necesario aclarar que se trata de un «dejarse caer del orden simbólico». Automáticamente se lo asocia al suicidio, y efectivamente el suicidio puede ser un ejemplo de pasaje al acto, pero no siempre; y no es, además, el único ejemplo. Lacan cita como ejemplos los de Sócrates y Empédocles, cuyos suicidios sitúa, más que como pasajes al acto, como actos que responden a una decisión subjetiva . En el pasaje al acto, el sujeto aparece identificado con el objeto, hay una significación que se le impone, que lo desplaza a una posición en donde queda identificado de manera insoportable con ese modo en que se siente nombrado por el Otro, y cuya única vía de escape que se le presenta consiste, precisamente, en una acción que le permita salirse de esa escena insoportable, en la que no puede esperar ya nada bueno de su «interlocutor». Podemos representarlo así:

Pasaje al acto


Dejarse caer, como único modo posible de salir del lugar insoportable que el sujeto siente que le es asignado.

Lo que se produce es entonces una fuga, una salida de la escena en la que ese sujeto se siente instalado. En este sentido, decimos que lo que empuja al sujeto al pasaje al acto es un exceso en la significación, algo que podríamos ubicar como «un significante en más». Esto es lo que se pone en juego de manera tan ilustrativa en el caso de Francie Brady, «El niño carnicero» del film La inocencia perdida11, historia en la que es posible situar el peso que va cobrando para ese niño algo que al comienzo parece una nimiedad, pero que en la medida que se suceden las cosas se va ubicando cada vez más en el centro de su subjetividad, al punto de impulsarlo a cometer un atroz e incomprensible asesinato. Vale la pena que examinemos detenidamente la lógica de lo que allí se juega, para poder ubicar aún con mayor precisión lo que hemos desarrollado hasta aquí.

Retomaremos ese «caso» en la clase próxima, en la que tendremos ocasión de introducir, además, algunas jugosas nociones del pensamiento de Wittgenstein, cuya «presencia» en el pensamiento de Lacan —al igual que la de Peirce— parece haber sido más fuerte y decisiva que lo habitualmente reconocido. Podremos apreciar entonces de qué modo se abre a partir de estos nuevos elementos una perspectiva asimismo novedosa para el avance de la clínica del psicoanálisis, más allá de los límites en que cierto mal entendido dogmatismo —sostenido por más de una generación de analistas— lo encorsetó...

Gabriel O. Pulice

Oscar P. Zelis

Notas

1 Algo interesante para señalar aquí es el pasaje de un imaginario de dos dimensiones, a un imaginario de tres dimensiones («3D»).

2 Laznik, D.; «El acting, el pasaje al acto y el acto cómico», en La interpretación, AA.VV., Editorial Estilos, Bs. As., 1989.

1 Sabemos que, para Freud, el tema ha tenido una fortísima incidencia en los primeros años de su experiencia «médica», quedando como testimonio de ello sus trabajos reunidos póstumamente bajo el título: Escritos sobre la cocaína (Cocaine papers). Lo prematuro de ese encuentro, y las particulares circunstancias y consecuencias que para él generó —especialmente a partir de la muerte, por sobredosis, de su «caro amigo» Fleischl von Marxow, a quien indicara la cocaína para tratar su adicción a la morfina—, probablemente hayan impedido una más profunda articulación, por parte de Freud, de la teoría analítica y la problemática de las adicciones.

2 Notación con la que Lacan escribe la dimensión negativizada del Falo.

3 La dialéctica entre Falo/Castración, le permite a Lacan dar cuenta de la irrupción de la angustia y anticipa sus formulaciones sobre la lógica del no-todo. Cuando el Sujeto se ubica en relación a un Otro (A) castrado o barrado, puede a su vez posicionarse como sujeto dividido ($), es decir, como deseante... Lo que implica la posibilidad de ir circulando entre distintos objetos parciales, a través de los que podrá alcanzar alguna satisfacción, siempre parcial. De este modo, el deseo es relanzado una y otra vez, hacia un movimiento metonímico, en el que ninguno de los objetos está allí en calidad de ser «El» objeto capaz de colmar de satisfacción a la pulsión, en forma total y absoluta. Esta inadecuación del objeto —que a continuación retomaremos— se inscribe como falta, y es en torno de ella que el deseo se estructura. Cuando falta la falta, aparece en el horizonte la dimensión de ese objeto que permitiría alcanzar aquella satisfacción total, ese reencuentro pleno con un goce mítico, que entonces no estaría irremediablemente perdido. El problema es que esto, lejos de brindarle al sujeto la dicha esperable, lo sumerge en la angustia. ¿Por qué? Porque se generan allí las condiciones para imaginarizar un modo de relación del sujeto con el Otro que deviene amenazante, en tanto puede pasar a ser él ese objeto que otorgaría plena satisfacción al Otro, es decir, pasaría a quedar situado en el lugar del objeto del goce del Otro. En términos freudianos, quedar capturado en el lugar del Falo que completa a la madre, pero para eso el sujeto debe abdicar de la posibilidad de tenerlo (al Falo): o «lo tiene» o «lo es».

4 Lacan sintetiza un poco todo esto, en una respuesta a M. Safouan, quien le expresaba su dificultada por comprender la diferencia entre el objeto en la pulsión y el objeto en el deseo: «Comprenda que el objeto del deseo es la causa del deseo y este objeto causa del deseo es el objeto en torno del cual gira la pulsión. (…) no es que el deseo se enganche al objeto de la pulsión, sino que el deseo le da la vuelta en la medida en que es actuado en la pulsión. Pero no es forzoso que todo deseo sea actuado en la pulsión. Hay también deseos vacíos, deseos locos, que parten de que no se trata más que del deseo, por ejemplo, de algo que le han prohibido. Porque se lo han prohibido, durante cierto tiempo no puede evitar pensar en ello. Eso también es deseo. Pero cada vez que se trata de un objeto de bien lo designamos —es una mera cuestión de terminología, pero de terminología fundada— como objeto de amor». Lacan, J.; Seminario 11, página 251.

5 Ver Pulice, G. Manson, F.; Zelis, O.; «El Pensamiento mágico, el paradigma indiciario y las ciencias conjeturales», artículo publicado en Acheronta n° 12, www.acheronta.org/acheron12.htm

6 Pulice, G. Manson, F.; Zelis, O.; Investigación <> Psicoanálisis: De Sherlock Holmes, Dupin y Peirce, a la experiencia freudiana, Buenos Aires, Editorial Letra Viva, 2000.

7 Hacemos referencia a partir de aquí a las láminas de los libros: Magic Eye, A New Way of Looking at the World, Andrews & Mc Meel, A Universal Press Syndicate Company, Kansas City, USA, 1993; y Disney´s: El Ojo Mágico, N. E. Thing Enterprises, Barcelona, 1994.

8 Esto puede ser una «pista» para resolver la aparente paradoja de la Semiosis Infinita que Carlo Sini situara dentro de la teoría semiótica peirceana, al destacar que en dicho marco conceptual, un signo remite siempre a otro signo, y no sería claro ubicar dónde ese deslizamiento continuo pudiera detenerse o asentarse. Retomaremos en clases posteriores, cuando abordemos más específicamente algunas ideas de Peirce cuyo cruce con ciertas nociones psicoanalíticas nos aportarán algunos «hallazgos» de importante aplicación clínica y teórica.

9 Por ejemplo: «El catálogo de todos los catálogos que no se incluyen a sí mismos... ¿se incluye a sí mismo, o no se incluye a sí mismo?». Si se incluye a sí mismo, contradice al mismo postulado que lo define. Pero si no se incluye a sí mismo —siendo entonces un catálogo que no se incluye a sí mismo—, estaría incompleto...

10 Calligaris, C.; «Para una clínica del fantasma», en Hipótesis del fantasma en la cura psicoanalítica.

11 Basada en una novela de Patrick Mc. Cabe.


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