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Seminario
Investigación<>Psicoanálisis
De la experiencia freudiana a la elaboración de nuevos
recursos metodológicos para la investigación psicoanalítica

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investigacion@edupsi.com

Organizado por : PsicoMundo

Dictado por : G. Pulice; F. Manson; E. Urbaj; O. Zelis


Clase 5


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Luego de los intrincados rodeos que nos hemos visto llevados a dar en torno de la problemática del objeto, tenemos ya bastante más despejado el camino que nos queda por recorrer. Lo que implica, como decíamos, un retorno a los problemas más específicamente vinculados a la clínica. Hemos podido situar, en las clases anteriores, algunas líneas directrices a partir de las cuales podremos comenzar ahora a abordar aquello que tiene que ver con el avance del psicoanálisis en sus diversas áreas de inserción. En ese contexto, fue preciso desentrañar las enigmáticas formulaciones de Lacan relativas al objeto a, como pivote alrededor del cual pueden comenzar a ordenarse los puntos esenciales para el avance de la investigación y la experiencia psicoanalítica. Pudimos ubicar algo que resulta vital en nuestra clínica, que tiene que ver con la consistencia lógica del objeto, algo que —como decíamos— sitúa al psicoanálisis en un lugar distinto a toda hermenéutica, en tanto su praxis se ordena a partir de una lógica singular. Ahora bien, una cosa es captar la originalidad y consistencia lógica de tales desarrollos teóricos sobre el objeto a, y otra cosa es el encuentro en la clínica con la consistencia real de algo que inevitablemente, en determinado momento, hace tope a nuestras intervenciones y al avance de la cura. Pero que por otra parte, de poder sacarlo a la luz, se torna entonces en un ordenador que nos hará claramente inteligible el antes caótico o irracional conjunto de síntomas y fenómenos clínicos, de la misma forma en que de pronto podemos captar la presencia tan prístina de un objeto, o de una escena, en las láminas de 3D, aún en aquellas en las que —dada su apariencia— no era esperable encontrar nada.

Llegados a este punto, resulta indispensable situar un articulador entre lo propiamente singular de cada sujeto, y el carácter más general o universal de nuestras construcciones teóricas con las que intentamos dar cuenta de la problemática subjetiva para poder así dar alguna orientación a nuestras intervenciones, en cada caso. Es el momento de situar entonces, en nuestro desarrollo, la particular acepción que va a tomar para el psicoanálisis la figura del «caso clínico», para poder captar aquello que determina las coordenadas esenciales de todo avance de la experiencia analítica.

El niño carnicero

Finalizábamos la clase anterior, planteando cómo podía sernos de utilidad, en nuestra clínica cotidiana, la noción del objeto a. Pero con la condición de abrir esta línea de interrogación a todos aquellos campos en los que la inserción del psicoanálisis se encuentra en plena ebullición, lo que implica para los analistas aventurados en tales atolladeros una ineludible posición de «investigadores». Tomaremos como paradigmáticas dos situaciones clínicas suficientemente estudiadas, como son el acting-out y el pasaje al acto, respecto de las cuales nos interesa captar aquello que determina sus mecanismos de producción, y cuya discriminación recíproca podremos establecer, asimismo, a partir de aquella invención lacaniana. El caso de Francie Brady, el niño carnicero del filme que anticipábamos en nuestra última clase —La inocencia perdida—, nos ofrece suficientes elementos para avanzar en esta articulación. Veamos, pues, cómo se van sucediendo las cosas, las cuales se nos presentan esta vez por el final, cuando el Sr. Leddy —pronto veremos quién es—, le pregunta a un niño de quien apenas se ven sus ojos debajo de los vendajes que cubren todo su cuerpo, yaciente en lo que se adivina es la sala de terapia intensiva de un hospital:

— ¿Por qué, Francie? Le hubieras partido el corazón a tu pobre madre...

—Lo siento, Sr. Leddy —responde el niño.

Comienza allí entonces su narración —es el propio Francie quien nos habla a la manera de un relato en off —, enlazando en su relato una sucesión de escenas que van dando cuenta, apres coup, del devenir de su posición subjetiva:

«Cuando era joven, hace 20, 30 o 40 años, el pueblo me buscaba por lo que le hice a la Sra. Nugent. Si no se hubiera metido entre Joe y yo, no hubiera habido un problema... Supongo que todo empezó con robar manzanas...». ¿Qué le hizo Francie a la señora Nugent? Simplemente, la acuchilló de manera despiadada, destrozando completamente su cuerpo con el cuchillo del Sr. Leddy, el mismo que éste utilizaba en su carnicería para trozar la carne de cerdo. Pronto podremos ver cómo, en el montaje de esa escena —la del asesinato—, los elementos que la componen responden a algo bien distinto que al azar o a la mera circunstancialidad.

La señora Nugent era la madre de Phillip, un niño de edad aproximada a la de Francie, que por entonces era objeto de las burlas y bromas de Francie y de Joe Purcell, el gran amigo del protagonista. En una de las primeras escenas del film, se los ve a ambos robando manzanas en el jardín de los Nugent. Los sorprende entonces Phillip, quien trae consigo unas revistas de tiras cómicas. Es Joe quien le propone en ese momento un «canje» algo particular: «Las tiras cómicas, por las manzanas de tu mamá...». Acto seguido, cansada por el hostigamiento hacia su hijo, la Sra. Nugent se dirige a la casa de Francie entablando una fuerte discusión con la madre, quien intenta minimizar la situación señalando que sólo «son cosas de niños»… A lo que la Sra. Nugent responde indignada: «No tiene nada que ver con entender a los niños, conocí a tu clase de gente mucho antes de ir a Inglaterra...». En ese momento, ve venir al padre de Francis, lo que le da pié para un último comentario: —No es culpa del pobre niño, es de esperar cuando el padre nunca está en la casa, no me sorprende que el niño sea así... ¡Es un cerdo! ¡Cerdos, eso es lo que son, y todo el pueblo lo sabe! Al retirarse la Sra. Nugent, el padre de Francis propina a su hijo una soberana paliza.

Algunas de las escenas siguientes nos muestran que la madre de nuestro protagonista también tenía sus propios problemas. En una de ellas, Francie la encuentra en la cocina con una soga en la mano, y puede verse también que ha puesto una silla arriba de la mesa:

¿Por qué está la silla sobre la mesa...? —pregunta Francie a su madre. Se te cayeron las pastillas —observa a continuación.

Creo que me ponen peor, dice ella.

Poco tiempo después, la madre es objeto de una nueva internación —nos enteramos de que no es la primera—, en lo que Francie llama humorísticamente: «el taller mecánico». En ausencia de la madre, podemos ver al padre mirando la TV, mientras Francie hace la limpieza. Lleva puesto un vestido de ella, quien permanece internada. La voz en off nos permite acceder a los —por entonces— lúdicos pensamientos del niño: «Todo depende de Francie, Francie Brady el increíble». Es este aún el pensamiento de un sujeto que confía en la posibilidad de que las cosas funcionen, aunque para ello deba encarnar cierto lugar heroico, desproporcionado con su condición infantil.

La fantasía pronto encuentra una primera fisura: se produce en la escena siguiente un «primer desencuentro con Joe». Parado en la vereda de una de las calles del pueblo, Francie interrumpe el paso de Phillip y la Sra. Nugent solicitándoles que paguen, como condición para dejarlos pasar, «el impuesto sobre tarifas de cerdos». Si ella sostiene que él y su familia son cerdos, entonces «...este cerdito le iba a demostrar lo contrario». Los Nugent, bajo protestas, esquivan a Francie cruzando la acera. No obstante, cuando él le cuenta a Joe el episodio, éste le pregunta extrañado: «¿De qué impuestos hablas?».

Al poco tiempo la madre regresa del «taller mecánico», y según Francie «estaba como nueva». Algo sin embargo enciende para el niño una nueva señal de alarma: hallándose en las vísperas de las fiestas navideñas, la madre comienza a cocinar una infinita cantidad de pasteles para agasajar al tío Alo —pronto veremos quién es—, que lo pasaría las Navidades con ellos. La casa empezó a llenarse de tartas y buñuelos, y Francie le pregunta a quienes se van cruzando en su camino: « ¿Cuántas tartas puede comer el tío Alo?». Puede escucharse mientras la madre cocina, como fondo musical, una canción de moda que ella pone una y otra vez: «Niño carnicero». Llegado el día tan esperado —participan de la reunión, además del tío Alo, otros amigos del matrimonio— surgen en la conversación algunos recuerdos de la luna de miel, que ambas parejas parecen haber compartido. Todo transcurre en una tensa algarabía, entre canciones y carcajadas. Sobre el final de la fiesta, al despedir a las visitas, la madre sigue ofreciéndoles pasteles y buñuelos. El padre de Francie, totalmente borracho, inicia una pelea con ella, visiblemente celoso de la relación entre su mujer y el tío Alo: —«Que Dios te maldiga, ¡¡¡zorra!!! El día en que te saqué de esa tienda...», grita mientras comienza a golpearla. En medio de esa pelea, a escondidas, Francie se escapa de su casa. Se va a Dublín, cambiando humorísticamente su nombre, en el relato, por ¿el de su tío?: «Algeron Carruthers». Pasa todo el día allí, y con dinero que roba en una tienda, compra una cajita de música para llevarle a su madre de regalo, la cual está adornada por una figura de porcelana que muestra a una mujer de expresión muy feliz, tocando el arpa. Al regresar de Dublín, encuentra a todo el pueblo en la calle, en una procesión que pronto reconocemos como un funeral. Se cruza en su camino con Joe, quien con un tono cargado de aflicción le pregunta: «Francie, ¿dónde estabas?». La mirada de su padre le confirma lo peor: «La encontraron en el fondo del río, cerca del manicomio...», le cuenta, espetándole a continuación:

¿No te bastó mandarla allí? ¿También tuviste que estropear su funeral?

Una nueva escena desemboca en lo que podemos situar como un segundo desencuentro con Joe. Francie lleva a Phillip Nugent a un cobertizo, con la promesa de devolverle las revistas que le habían canjeado por las manzanas de su madre. Apenas llegados dentro, comienza a propinarle una terrible golpiza, y está a punto de aporrearlo con una cadenas cuando —alertado por los gritos— entra Joe, quien al ver lo que estaba sucediendo, detiene a su amigo, al tiempo que le dice: «Ya te pasaste. ¡Ahora sí que te pasaste!». Es entonces que Joe le impone a Francie un «juramento de sangre»: debe jurar que nunca más se acercará a Phillip, condición para que él y Joe sigan siendo «hermanos de sangre hasta el final del tiempo...». Esto no alcanza a evitar las represalias de los Nugent: tomándolo por sorpresa mientras se encontraba aún con Joe, los tíos de Phillip le propinan a Francie una feroz paliza. Lejos de intimidarse, nuestro héroe responderá con una primera visita a la casa de la controvertida Sra. Nugent. Tan sólo le pregunta:

¿Cree que los cerdos son malos? No son malos. No sé lo que haré con usted...

La segunda «visita» es mucho menos amable: ve a los Nugent partir en su automóvil a pasar un día de campo, y aprovecha la ocasión para entrar en su casa. La voz en off encarna ahora a Francie hablándoles a Phillip y a la Sra. Nugent, a quienes en la escena —simultáneamente— él mismo está representando: «Phillip es un cerdo... Cerdos... ¿Y qué hacen los cerdos?». Como respuesta, comienza a defecar en medio del living, interpretando en ese acto el papel de los cerdos que la Sra. Nugent y Phillip son para él. Sin embargo, puede verse cómo, ya a esta altura, está fuertemente planteada la pregunta: ¿Quiénes son los cerdos? ¿Qué posición tomar ante el modo en que ha sido nombrado? Debemos señalar que si bien aparece por parte de Francie un fuerte rechazo de este significante que lo incomoda, no puede sin embargo dejar de implicarse en él, cuya presencia —e insistencia— logra aquí forzar un salto de nivel: ya no es tan sólo un término que se pronuncia; es un real que se encarna y se muestra. La escena que allí se despliega cobra para nosotros el valor de un acting, comandado por esa pregunta que Francie por supuesto no puede enunciar ni articular en el registro de la palabra, pero sí puede ponerla en escena en la medida en que confía, aún, en la intervención de alguien que pueda poner las cosas en su lugar, que pueda garantizar que no, que no es él el cerdo al que pretende reducirlo la Sra. Nugent, allí donde ese significante amenaza concentrar toda la potencia del Goce del Otro al que podría quedar por completo alienado. Volvamos sobre el pequeño esquema con el que intentábamos graficar en la clase pasada el mecanismo del acting out:

El significante faltante —que aquí representamos con una S negativizada por el signo «menos» (-) —, es aquel que le permitiría a Francie situarse para el Otro en un lugar distinto a ese que, cada vez más, amenaza con imponérsele. ¿Qué nos quiere mostrar Francie, en esta escena? Que los cerdos son ellos, los Nugent, y que por lo tanto él no lo es. Sólo que, para su infortunio, luego de ser pescado in fraganti en medio de sus —para los ojos de todo el pueblo— «incomprensibles» desmanes, la escena concluye con una inesperada sanción: es internado en un «reformatorio». Se suma a esa sanción un nuevo desencuentro con Joe, quien al ver cómo se llevan a Francie compulsivamente del lugar de los hechos le pregunta, entre perplejo e indignado: « ¿Fue un accidente, verdad? ¿No lo tocaste a Phillip, verdad?». Pasará entonces un tiempo en ese lugar que él mismo denominará, humorísticamente, «la escuela para cerdos». Pronto sabremos que también su padre estuvo internado durante su infancia en un sitio similar, un orfanato. Allí fue donde conoció al tío Alo, dando esto ocasión al comienzo de su amistad.

Unos días después de integrarse a su nuevo «hogar», recibe una carta de Joe: «Querido Francie: ¿qué estabas haciendo, idiota? ¿Tratabas de quemar la casa de los Nugent? La gente habla de ti. Tendrás que dejar en paz a Phillip. No es tan malo». Le cuenta a continuación que Phillip había ganado un pez en un juego de la feria, y se lo regaló a él. Francie no entiende para qué le cuenta eso, lo toma al principio como una broma, pero luego entra en dudas. Finalmente, al cabo de una larga cavilación, llega una posible explicación de lo que —según supone— intentaría transmitirle su amigo: «Joe aceptó el pez para que hubiera paz entre todos». Siente un gran alivio al llegar a esa conclusión, le permite pensar que, cuando regrese a casa, él y Joe seguirán siendo tan amigos como antes. Empieza entonces a evaluar cuál sería el modo más digno y expeditivo de salir de allí, sarcásticamente rotula tal iniciativa en términos de «…obtener el diploma: Francie ya no es un cretino». Se postula entonces para ser… ¡¡¡monaguillo!!!..., comenzando así la preparación de su egreso.

Por ese tiempo recibe la visita de su padre, quien, entre otras cosas, le relata algunas escenas de su —hasta entonces— idealizada luna de miel, confesándole con respecto a su madre: «Nunca sabrás cuánto quería a esa mujer». El niño, por su parte, le responde: —No tienes hijo, me metiste en una institución como a ella... ¿Qué hice yo? Hubiera sido mejor si me hubieras pegado». Muerta la madre, y destituido el padre como interlocutor, se va potenciando cada vez más el valor que Francie asigna a su amigo Joe, que es —a esta altura de los acontecimientos— la única persona en quien deposita sus últimas esperanzas de ser reconocido subjetivamente en un lugar más o menos digno. Finalmente, Francie encuentra el modo de salir de allí con todos los honores. Al volver al pueblo, camino a su hogar, pasa por la fuente en la que otrora se reunía a jugar con Joe. Allí hay ahora otros chicos, desconocidos, ocupando ese sitio que hasta hace poco le pertenecía. Con su amigo se encuentra más tarde, es entonces que intenta narrarle sus andanzas en el internado, y cómo había logrado salir de allí. Joe no cree del todo en sus relatos… Francie puede captar algo extraño en la expresión de su amigo, por lo que le pregunta: ¿Estás de mal humor...? A lo que Joe responde: «Me tengo que ir...». Podemos situar aquí un nuevo desencuentro, con la novedad de que por primera vez Joe se aleja de él por decisión propia.

Lejos aún de desanimarse, Francie intenta reordenar su «vida social», vuelve a vivir con su padre y consigue un empleo como ayudante en la carnicería del Sr. Leddy, especializada en «carne de cerdo». Se lo ve muy alegre, y a pesar de lo extrañas que resultan para sus clientas la mayoría de las cosas que él dice —ante las que, por momentos, no pueden ocultar su perplejidad y temor—, no dejan de tratarlo con afecto y ternura, tomando sus dichos como simples «bromas». Algunos días después se produce un nuevo encuentro con su amigo y, mientras van caminando a orillas del río, Francie le pregunta «…si las cosas serían como antes». Joe le responde: «…Quizás…». En eso estaban, cuando irrumpen intempestivamente los hermanos de la Sra. Nugent, inquiriéndole a Joe si Francie es su amigo, a lo que Joe —¿apremiado por la situación?— responde: «No es mi amigo, lo era, pero sigue llamándome…». Francie sorprendido, a su vez le pregunta: ¿Qué quieres decir? ¿Por qué dijiste eso? Y, mirando a uno de los hermanos de la Sra. Nugent, le dice: «No lo hubiera dicho si no fuera por usted». Volviéndose nuevamente hacia Joe, insiste: No lo dijiste en serio, ¿verdad?». Joe se aleja asustado, sin atinar a responderle más que con su silencio y su retirada de la escena. Acto seguido, Francie comienza a golpear salvajemente a los tíos de Phillip, quienes a pesar de su ventaja en número, edad y tamaño, terminan huyendo aterrorizados ante la inesperada ferocidad del niño.

Al poco tiempo muere su padre. Lo descubre el médico de la familia, luego de varios días en que el niño permanece encerrado en la casa con su cadáver, negándose a atender los llamados del facultativo que pasa cada día a preguntar por su estado de salud, a sabiendas de su gravedad. Francie es internado nuevamente, ahora en un hospital psiquiátrico del que pronto logra fugarse. Vuelve a buscar a Joe, pero para su desconsuelo descubre que en la casa de los Purcell… está de visita la Sra. Nugent!!! Los padres de Joe le informan que él está con Phillip en la escuela —situada en un lugar apartado del pueblo—, en donde permanecerán toda la semana. Escuchamos la voz en off de Francie, cuyo comentario nos permite vislumbrar el fatal desenlace: «Todo estaba bien hasta que vino ella a causar problemas.... La señora Nugent poco a poco se apoderaba de todo». Vemos cómo la figura de esta mujer va tomando para él, cada vez con más fuerza, el lugar de un Otro voraz, sin límites, que no tiene otras intenciones que las de cercarlo, de despojarlo de sus cosas más valiosas, en el propósito de reducirlo a ser un mero objeto de goce, un goce perverso y cruel frente al cual Francie —a medida que avanza la historia—se siente cada vez más impotente.

Sin embargo, todavía no se da por vencido —es realmente conmovedor ver cómo agota literalmente todas las posibilidades de revertir la situación—, y decide ir a conocer el lugar en donde sus padres habían pasado esa tan comentada luna de miel, el «Hotel sobre las Olas». Descubre entonces que aquello había estado bien lejos de ser el feliz momento que sus padres mitificaban: la dueña del hotel le revela que su padre «…pasó toda su luna de miel borracho…», tratando a su madre «…como un cerdo…». Desafortunada expresión que, viniendo de una persona hasta entonces desconocida, cobra el peso de una fatalidad inapelable. Finalmente, no teniendo ya otro lugar adonde ir, decide —en lo que será su último intento, ya por completo desesperanzado, de invocar al Otro — ir a buscar a Joe al colegio, generándose con su llegada un gran alboroto. Contenido finalmente por las autoridades del establecimiento, se encuentra de pronto con la mirada de Joe, a quien le preguntan si es verdad que Francie es su amigo. Esta vez, su respuesta es lapidaria: «no lo conozco», dice, al tiempo que le retira la mirada. Aún entonces —fíjense hasta dónde llega la fuerza inquebrantable de su deseo—, Francie se va pensando: «no era Joe, se parecía a él». Pero la suerte ya está echada. Esa mirada que Joe ahora le niega —Francie termina de captar recién allí lo irreversible de la situación— lo confirma en su condición de «cerdo», al tiempo que precipita su pasaje al acto. Como señalábamos en la clase pasada, el pasaje al acto , en contraposición al acting, es el modo en que un sujeto ya desesperanzado —como dice Winnicott— del Otro, busca librarse del lugar insoportable en el que se siente acorralado. Lo que entonces se produce en ese acto subjetivo debe situarse como la fuga o la ruptura, por parte del sujeto, de una escena que lo degrada a la posición de objeto del goce de un Otro extremadamente impiadoso y cruel. En este caso, «cerdo» es precisamente el objeto al que Francie rechaza quedar identificado, pero es al mismo tiempo la significación que se le impone, empujándolo a alienarse en ese modo perverso y brutal con que el Otro lo viene a nombrar. Y cuya única vía de escape consiste, precisamente, en una acción violenta y extrema, que le permita producir una ruptura de esa escena en la que no tiene ya expectativa alguna de hallar un interlocutor que lo restituya en su dignidad subjetiva. En la clase pasada, representábamos el pasaje al acto con el siguiente esquema:

Decíamos allí que lo que empuja al sujeto al pasaje al acto es un exceso en la significación, algo que podríamos ubicar como «un significante en más», que tiene el efecto de empujarlo a la posición de objeto, algo que él percibe como amenaza de desintegración o aniquilamiento. Hay que entender que ese exceso, si bien lo situamos en el terreno de la significación, no se limita meramente a los procesos de pensamiento: es, por el contrario, algo que afecta la totalidad de su ser, y que el sujeto experimenta en lo real del cuerpo como algo insoportable que lo desborda. Es la consistencia de lo simbólico, operando en lo real, en donde no faltará a la cita la encarnación sangrienta de una escena —en el plano de la realidad objetiva— que intenta poner fin a otra escena —cuya consistencia tiene lugar a nivel de su realidad psíquica.

Es entonces cuando Francie se dirige a casa de la Sra. Nugent, previo paso por la carnicería para tomar la gran cuchilla con la que el señor Leddy trozaba la carne. El desenlace es ya por nosotros conocido desde el inicio del relato: la descuartiza como a un cerdo. Luego del crimen, va hacia su antiguo hogar —la casa en la que vivía con sus padres—, y le prende fuego permaneciendo encerrado en ella. Habría muerto allí, de no haber sido salvado por el mismo señor Leddy, quien logra ingresar cuando la casa aún estaba en llamas, y lo rescata. Es así como llegamos al término de esta historia, sobre la cual Francie puede articular su relato recién cuando por fin encuentra un interlocutor: el carnicero —justamente, alguien que algo sabe de cerdos—, quien se encuentra sentado a los pies de su cama en el hospital, luego de todo lo ocurrido. El Sr. Leddy es el primero que lo interroga como sujeto, simplemente preguntándole «¿Por qué...?». Todo su relato no es otra cosa que la respuesta de Francie a ese interrogante. En este sentido, entonces, el Sr. Leddy viene a representar el lugar de un Otro que, por la vía de esa simple pregunta y su disposición a escuchar, renueva alguna apuesta hacia él como sujeto, abriendo la posibilidad de reconstruir —o construir— su historia, y de implicarse en ella. Porque es ese mismo relato el que nos permite dar cuenta, apres coup, de cómo ese despiadado desenlace se ciñe por completo a cierta lógica singular que lo determina.

Para captar con mayor precisión y profundidad la especificidad de lo que allí se ha puesto en juego, nos pareció oportuno intercalar un breve comentario de Winnicott, que de paso nos permite apuntalar nuestra posición acerca de la necesidad de investigar, por parte de los psicoanalistas, la peculiaridad de los elementos inherentes a aquellas áreas de inserción en las que nos proponemos llevar adelante nuestro trabajo clínico: «Querría llamarles la atención con respecto al caso especial del niño afectado por la tendencia antisocial que tal vez está en vías de convertirse en un delincuente. En este caso, más que en ningún otro, la gente nos dice: "Este muchacho —o esta chica— no tiene el menor sentido moral, carece de todo sentimiento clínico de culpa". Empero, nosotros refutamos esta idea, porque descubrimos su falsedad cuando tenemos una oportunidad de investigar psiquiátricamente al niño, sobre todo en la etapa previa al afianzamiento de los beneficios secundarios. La aparición de estos beneficios va precedida de una etapa en la que el niño necesita ayuda y se desespera porque dentro de él hay algo que lo compele a robar y destruir. Este proceso se atiene de hecho a la siguiente pauta: a) todo marchaba suficientemente bien para el niño; b) algo alteró tal estado de cosas; c) el niño se vio abrumado por una carga que excedía su capacidad de tolerancia y sus defensas yoicas se derrumbaron; d) el niño se reorganizó, apoyándose en una nueva pauta de defensa yoica de menor calidad; e) el niño empieza a recobrar las esperanzas y organiza actos antisociales —aquello que nosotros situábamos como acting out, esperando compeler así a la sociedad —al Otroa retornar con él a la posición en que se hallaban ambos cuando se deterioró la situación, y a reconocer el hecho; f) si esto sucede (ya sea luego de un período de cuidados especiales en el hogar o, en forma directa, durante una entrevista psiquiátrica), el niño puede dar un salto regresivo hasta el período previo al momento de la deprivación y redescubrir tanto al objeto bueno como el buen ambiente humano que lo controlaba a él, cuya existencia, en principio, lo habilitó para experimentar impulsos (incluidos los destructivos). Se advertirá que esta última fase es difícil de cumplir, pero ante todo se debe comprender y aceptar el principio general. En realidad, cualquier madre o padre con varios hijos sabe cuán reiteradamente ocurre, y da resultado, esta enmienda mediante el empleo de técnicas adaptativas específicas y temporarias. Por difícil que nos resulte aplicar estas ideas, es preciso que desechemos de plano la teoría de la amoralidad innata del niño. Esta carece totalmente de significado desde el punto de vista del estudio del individuo que se desarrolla conforme a los procesos de maduración heredados, entrelazados en todo momento con el funcionamiento del ambiente facilitador»1. En el caso de Francie, esa intervención llegó demasiado tarde, al menos para la Sra. Nugent... Sin embargo, la observación de Winnicott —que sin demasiados esfuerzos podemos articular con el análisis que previamente proponíamos sobre este «caso»2— nos aporta una hipótesis que no sólo tiene el alcance de permitirnos inteligir los resortes esenciales de aquello que suele denominarse como «conductas antisociales», sino que también —y fundamentalmente— traza las coordenadas dentro de las que pueda orientarse toda intervención que, en el tratamiento de sujetos que presentan una problemática semejante, aspire a tener alguna eficacia.

A propósito de ello, no debemos perder de vista aquello en lo que desde el inicio insistimos, y que constituye a su vez el punto de llegada, el horizonte podríamos decir de nuestro recorrido: situar las claves, las coordenadas éticas, dentro de las cuales poder avanzar en la producción y la articulación de aquellas herramientas conceptuales y técnicas imprescindibles para revitalizar el «poder terapéutico» de la clínica psicoanalítica. Cosa que podemos pensar tanto respecto del «habitual» tratamiento de las neurosis —terreno ya tradicionalmente reconocido para el psicoanálisis—, como en los distintos campos de trabajo «no tradicionales» en que los analistas sin embargo intervienen desde hace varias décadas. Sería muy difícil trazar hoy, en forma estricta, los límites de su incumbencia, tal como planteábamos en otro lugar: «según se observa en el ámbito de la Salud Mental, no puede negarse que el Psicoanálisis participa en incontables modos en el desarrollo de las diversas áreas específicas que allí se han ido desarrollando. La presencia de psicoanalistas en los Hospitales Públicos constituye una larga y añosa experiencia que ya cuenta con suficiente riqueza de material acopiado como para avalar la legitimidad y eficacia de esa intervención. Hay psicoanalistas en el Hospital Piñero, en el Álvarez, en el Alvear, en el Argerich, en el Penna, en el Español, en el Evita de Lanús, en el Borda, en el Tobar García, y podríamos seguir con toda la lista. La cosa no se detiene allí, y podemos decir que actualmente —y en algunos casos desde hace muchos años— hay psicoanalistas trabajando en distintas áreas del Servicio Penitenciario, y los hay asimismo en algunas instituciones geriátricas, en diversos niveles del sistema educativo, en el Departamento Chicos de la Calle de la Secretaría de Promoción Social del Gobierno de la Ciudad, en los institutos de menores, y en los programas de asistencia ambulatoria del aparato judicial. Ni hablar del circuito de instituciones —públicas y privadas— dedicadas al tratamiento de las psicosis, la discapacidad mental y las adicciones. Muchos de ellos llevando adelante una práctica que, lejos de detenerse en su desarrollo, o alejarse del psicoanálisis, ha sabido sortear numerosos obstáculos para poder sostenerse aún en lugares para nada propicios, sin retroceder un centímetro en su convicción respecto de la posición ética desde la cual ese trabajo debía orientarse». Pronto llegaremos hasta allí, y es nuestro propósito desarrollar, en el último tramo de nuestro recorrido, algunas de las investigaciones más importantes producidas en las áreas clínicas que venimos describiendo. No obstante, antes de llegar hasta allí, nos hemos propuesto dar algunos pasos más.

En esa dirección, y retomando el hilo de lo que fuimos desarrollando en las últimas clases, nos interesa situar que cualquiera sea el área específica en que nos propongamos intervenir clínicamente, en tanto analistas, hay algo que no debemos perder de vista jamás en la elaboración de nuestras tácticas y estrategias, así como de los recursos técnicos que nos veamos llevados a implementar en el devenir de la cura: que más allá de lo generalizable de esos campos clínicos, y más allá incluso del diagnóstico —aún estructural— que podamos establecer respecto de cada sujeto, hay un «diagnóstico» que apunta al objeto a, es decir, a la captación de lo más singular e irreductible, cuya realidad y consistencia constituye el punto más singular de alienación subjetiva. Es un «diagnóstico» sobre el deseo, pero también sobre lo que lo obtura, en donde además el límite entre lo «interno» y lo «externo» se pierde, con frecuencia, irremediablemente... De ahí la necesariedad lógica de que ese diagnóstico sea abductivo, porque la operación clínica que está en juego —en términos del cambio de posición subjetiva al que intentamos orientar a cada sujeto— no remite, no es reductible a la terapéutica que podría desprenderse de ninguna categoría nosográfica general. Podemos hacer nuestras las palabras de Michel Silvestre, cuando señala que «...el sujeto, como singularidad, desentona en el cuadro de la clínica. Por ciertos lados, es siempre imposible ponerle nombre»3. Cuando intentamos ir más allá del síntoma o de los demás fenómenos clínicos, nos encontramos cara a cara con otra cosa, algo que Lacan situaría en términos de la realidad del axioma fantasmático: más allá del síntoma, nos topamos con la singularidad del fantasma, esto es, un axioma para cada sujeto. Por su parte, agrega Silvestre: «La interpretación está más allá del tipo clínico. Apunta ante todo al fantasma. Consiste en llevar al sujeto a apreciar la dimensión de su fantasma». Queda abierta una pregunta: ¿es posible clasificar a los fantasmas? Por otra parte, sabemos que a menudo la interpretación puede resultar, en si misma, inoperante, si no es articulada oportunamente con otras intervenciones —de naturaleza a veces muy heterogénea— allí donde lo que se juega desborda la dimensión de la palabra. Con la historia del niño carnicero intentamos ilustrar cómo, sin embargo, ese desborde se ciñe a una lógica en la que los tres registros —simbólico, imaginario y real— están por completo enrevesados . Lo que no se puede decir, se muestra. Algo sobre lo que Wittgenstein ha llamado la atención desde el Tractatus, siendo luego de las pocas cosas que quedaron en pie en la segunda —y antagónica— parte de su obra. Pero además, cuando lo que se muestra no encuentra quien lo pueda interpretar y contener, inevitablemente se presentará, en tanto singular, como un real en el más pleno sentido peirceano: como aquello que reacciona.

En la próxima clase, introduciremos un elemento que hay que situar, justamente, como el articulador esencial entre lo más singular de la clínica, y lo más general y abstracto del corpus conceptual y teórico de la experiencia analítica: el «caso clínico», y su valor e importancia para la praxis y la investigación.

Notas

1 Winnicott, Deprivación y delincuencia, Paidós, Buenos Aires, 1996. Segunda parte, «Naturaleza y orígenes de la tendencia antisocial».

2 Hay por supuesto algo que aclarar respecto de la presentación de este «caso»: ¿Por qué tomar al personaje de un filme en nuestro intento de ilustrar la clínica? ¿Por qué esa insistencia de algunas disciplinas «humanas» en tomar producciones artísticas como material para su indagación o exposición acerca de la subjetividad? En particular, es un recurso bastante empleado en la bibliografía psicoanalítica, aunque no siempre con igual tratamiento. Por nuestra parte, creemos que es importante antes de seguir, dedicar unas líneas para aclarar el fundamento de este «tópico». Un filme, como toda producción artística, es una ficción, pero que al ser aceptado y reconocido en la categoría de objeto artístico, esto quiere decir que ha hecho lazo social, que produce algún efecto subjetivo en quien lo recibe, algún efecto metafórico o de producción de sentido. La obra artística, si es genuina, «dice» algo sobre la subjetividad de una manera única. Como bien lo ha trabajado U. Eco, el mensaje estético tiene la potencia de poder subvertir su propio código de origen, usarlo como material expresivo, para poder mostrar, insinuar, captar un sentido nuevo, una perspectiva novedosa, una cara hasta ahora oculta de lo real, más allá de los elementos con los que contábamos a partir de nuestro saber instituido. Es allí donde creemos se puede situar la potencia de ciertas producciones artísticas, y su valor e importancia para las indagaciones sobre la subjetividad.

3 Silvestre, M.; «Al encuentro con lo real», en Mañana el psicoanálisis, Buenos Aires, Editorial Manantial, 1991.


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