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Seminario
Investigación<>Psicoanálisis
De la experiencia freudiana a la elaboración de nuevos
recursos metodológicos para la investigación psicoanalítica

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investigacion@edupsi.com

Organizado por : PsicoMundo

Dictado por : G. Pulice; F. Manson; E. Urbaj; O. Zelis


Clase 7


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La formulación de un caso, en la clínica psicoanalítica.

Sobre el final de la clase anterior introducíamos algunos interrogantes que es preciso retomar aquí: ¿Qué es lo que impulsa al analista a plasmar en un testimonio escrito las vicisitudes y desventuras de su experiencia? ¿Cuál es el valor «científico» de esa escritura, y de su transmisión? ¿Cómo resolver el problema lógico que se plantea en la operación de escribir su práctica, su clínica, tanto como al intentar analizarla o articularla teórica y metódicamente, para que en ese paso necesario a lo general que tiene toda escritura —toda formalización simbólica con potencialidad e intencionalidad de ser transmitida—, se conserve sin embargo el pulso vital de ese real en juego?

Para empezar a desarrollar estos interrogantes, retomaremos el trabajo de J. D. Nasio ya citado en la clase anterior, y su «investigación» sobre el tema1: «En psicoanálisis, definimos un caso como el relato de una experiencia singular, escrita por un terapeuta para dar testimonio de su encuentro con un paciente y —eventualmente— apoyar una innovación teórica. Ya sea que se trate del informe de una sesión o del desarrollo de una cura, ya sea que constituya la presentación de la vida de los síntomas del analizando, un caso es siempre un escrito que apunta a ser leído y discutido...». A partir de aquí, Nasio va a distinguir tres funciones inherentes a la formulación de un caso, a las que denomina: «didáctica», «metafórica» y «heurística». Por nuestra parte, vamos a proponer una más, a nuestro gusto indispensable para captar el tema en su justa medida: es aquella que se pone en juego cuando el analista se encuentra capturado transferencialmente en una escena que no alcanza a vislumbrar, pero que sin embargo requiere de la mayor precisión en sus intervenciones dado que allí, probablemente, se esté jugando allí algo crucial, decisivo para la orientación de la cura. ¿Cómo llamaríamos a esa función? Pronto volveremos sobre ello. Vale la pena detenernos en primer lugar en las distinciones propuestas por este autor.

Las funciones Didáctica, Metafórica, y Heurística de un caso clínico, a partir de la perspectiva de Juan David Nasio.

Sobre la primera de estas funciones podemos decir que el caso clínico tiene el valor de una «herramienta» destinada a facilitar el acceso del novel analista a los conceptos teóricos de la doctrina, y propiciarle un acercamiento imaginario a la práctica. Nasio señala que encontramos toda una clase de escritos donde se utilizan casos clínicos para facilitar la comprensión y el aprendizaje de ideas teóricas o de conceptos psicoanalíticos. Se trata de un esfuerzo por ilustrar, por dar encarnadura a las ideas abstractas, y también, podemos señalar que a veces el propósito de utilizar ejemplos clínicos es un modo de validar las hipótesis teóricas de manera inductiva, presentando casos concretos donde la conjetura teórica se podría verificar: «Precisamente ese carácter escénico y figurativo es lo que le confiere al estudio de un caso un indiscutible poder de sugestión y de enseñanza (...) Su particularidad estriba en lo siguiente: el relato de un caso transmite la teoría dirigiéndose a la imaginación y a la emoción del lector —u oyente— (...) Esta es la función didáctica de un caso: transmitir el psicoanálisis a través de la imagen, más exactamente a través de la puesta en imágenes de una situación clínica que favorece la empatía del lector y lo introduce sutilmente en el universo abstracto de los conceptos (...) Para nuestro lector, transformado en actor, lo semejante se aprende mediante lo semejante; al leer el informe de las sesiones, imagina que sufre lo que sufre el paciente e interviene como interviene el terapeuta. Pero aquí surge una pregunta: ¿de qué manera facilita la lectura figurativa el acceso al pensamiento abstracto? ¿Cómo, partiendo de una observación clínica, puede el lector deducir la teoría? (...) ¿Cómo explicar, por ejemplo, que el relato de La pequeña Piggle nos permita comprender tan acabadamente el concepto winnicottiano de " madre lo suficientemente buena"? Hemos dicho que el caso —visto en la perspectiva de quién lo redacta— es una puesta en imágenes de un concepto, un paso de lo abstracto a lo concreto, pero ahora queremos saber cómo se da el movimiento inverso. Queremos saber cómo se produce en el espíritu del lector el trayecto que va desde el texto ilustrado al concepto pensado, de la escena a la idea, de lo concreto a lo abstracto». Cabe señalar sin embargo, que la narración de una escena es ya inevitablemente una abstracción, una ficción, como más adelante lo señala el mismo autor. En este sentido, no podríamos hablar aquí estrictamente del paso de lo concreto a lo abstracto, sino del paso de una abstracción ficcional, a otra con un nivel mayor de generalidad2. Parece plantearse allí, asimismo, que la posibilidad de que un caso genere en el lector un aprendizaje conceptual depende de que el mismo pueda confrontarse con otros, ya sea que el lector recurra al recuerdo de su propia experiencia, o al material presentado por otros analistas. Sin embargo, es preciso señalar que allí donde el razonamiento analógico resulta de suma utilidad —en un registro simbólico o imaginario de la transmisión de la experiencia analítica—, encuentra sin embargo sus límites en la captación de lo real. Por otra parte, nos preguntamos: ¿El «impacto emocional» es esencial a la transmisión? Esta pregunta es un interesante punto de partida para analizar el problema de la transmisión desde los tres registros planteados por Lacan: Imaginario, Simbólico y Real. Hasta aquí, daría la sensación de que Nasio se sitúa principalmente en el plano imaginario, llegando incluso a una riesgosa aproximación a los enunciados de la Psicología Comprensiva fundada por Jaspers. No obstante, veremos que no se detendrá allí.

Pasaremos entonces a considerar el caso clínico en su función metafórica. De manera introductoria, el autor señala que, con suma frecuencia, la observación clínica y el concepto del que ella constituye su ilustración están tan íntimamente imbricados, que la observación sustituye al concepto y se transforma en su metáfora: «El hecho de que los analistas hayan recurrido repetidamente a algunos grandes casos, siempre los mismos, para ejemplificar un concepto dado, ha provocado, con el transcurso de los años, un desplazamiento de significación. El sentido primero de una idea se ha transformado poco a poco en el sentido mismo de su ejemplo; y esto es hasta tal punto así que la sola mención del nombre propio del caso (...) basta para hacer surgir instantáneamente la significación conceptual. También el ejemplo llega a ser un concepto. Cuando estudiamos la psicosis en términos abstractos, solemos evocar espontáneamente tal episodio de la historia del delirante presidente Schreber, y, al evocarlo, estamos teorizando sin saber que lo hacemos (...) Hasta puede ocurrir que el caso-metáfora se estudie, comente y retome tan incansablemente en la comunidad de los terapeutas que adquiera un valor emblemático y hasta fetiche. ¿Qué son Schreber, Dora y Hans sino historias consagradas por la tradición psicoanalítica como los arquetipos de la psicosis, de la histeria y de la fobia? ¿Hace falta agregar que las numerosas observaciones clínicas que pueblan la teoría analítica recuerdan la imposibilidad del pensamiento conceptual de expresar lo verdadero de la experiencia recurriendo sólo al razonamiento formal?». Cabe señalar, no obstante, que esta asimilación también puede constituirse en un fuerte obstáculo. Si una categoría clínica, por ejemplo la psicosis, termina siendo abarcada, significada o, para ser más precisos, desplazada por un caso paradigmático, se produce inevitablemente una obstrucción, un empobrecimiento de toda profundización y avance en el discernimiento de la singularidad de cada caso nuevo, llegando incluso a tener consecuencias negativas no sólo para su análisis, sino fundamentalmente para la orientación de su tratamiento. En efecto, a veces encontramos que el apego al relato de tales casos paradigmáticos, —y no su lectura lógica, ya sea estructural o dinámica— lleva al practicante a querer fundamentar sus propios casos a partir de encontrar similitudes o diferencias en aspectos meramente imaginarios, en la comparación con el caso modelo. Por supuesto que los datos más esenciales surgen para nosotros de aquellos encuentros singulares, en sus detalles aparentemente nimios o disonantes y, precisamente, no generalizables. Por el mismo hecho de ser singulares, sin embargo, no habría que esperar que se repitan de manera idéntica, con igual presentación «formal» en que ellos se dieron en el caso modelo... Por el contrario, para avanzar en alguna precisión conceptual, lo más conveniente sería poner a éste mismo —el supuesto «modelo»—, en conversación con muchos otros casos nuevos, a partir de lo cual el análisis de conjunto nos podrá ir dando cada vez con mayor rigor, ciertas coordenadas que delimiten lo propio de una estructura clínica determinada, sus modos lógicos de manifestación y sus perspectivas de tratamiento. Pero al mismo tiempo, —como nos advertía Nasio—, debemos estar persuadidos de que ninguna conceptualización o generalización permitirá una plena intelección de cada caso singular. En otras palabras, como señaláramos en otro lugar, lo simbólico no puede ni podrá dar cuenta en forma completa de ese real que, cada vez, está allí en juego3.

Sin darnos cuenta, nos fuimos ya introduciendo en el terreno de lo que Nasio denomina: la función heurística. Veamos a qué se refiere: «Sucede además que el caso excede su rol de ilustración y de metáfora emblemática para llegar a ser en sí mismo generador de conceptos (...) La fecundidad demostrativa de un ejemplo clínico es a veces tan fructífera que vemos proliferar nuevas hipótesis que enriquecen y consolidan la trama de la teoría. Para retomar la figura del presidente Schreber, señalemos que gracias a las sorprendentes Memorias de un neurópata comentadas por Freud, Lacan pudo concebir por primera vez la noción de significante del «nombre del padre» y la noción correlativa de forclusión, conceptos que, desde entonces, renovaron la comprensión del fenómeno psicótico». Como señaláramos oportunamente, la heurística es aquella disciplina que intenta establecer y conceptualizar las coordenadas del encuentro, de la invención, del descubrimiento4. Cabe aclarar, sin embargo, que si el psicoanálisis no se reduce a una heurística, es en la medida que ha podido sacar consecuencias de sus propios hallazgos, avanzando en la construcción de las herramientas conceptuales y técnicas adecuadas para tal interlocución con lo real, en esa comunicación «de inconciente a inconciente» en donde el del analista, si está suficientemente afinado, se constituirá entonces —por la vía de la atención flotante— en el «órgano receptor» primordial5. Pero… ¿cómo se afina ese instrumento, ese órgano receptor en que queda así constituido el inconciente del analista? Pronto volveremos sobre ello, aunque podemos anticipar una justificada advertencia de Freud: cualquier represión no solucionada en el propio analista, tendrá como correlato un punto ciego en su percepción…

Finalmente, Nasio retomará un aspecto señalado desde el comienzo, que con frecuencia se pierde de vista: un caso es una ficción. Así, «…que un caso tenga una función didáctica —por ser un ejemplo que respalda una tesis—, una función metafórica —porque es la metáfora de un concepto—, y hasta una función heurística, como destello que está en el origen de un nuevo saber, no impide que el informe de un encuentro clínico nunca sea el reflejo fiel de un hecho concreto y que sea en cambio su reconstrucción ficticia (...) Tal reconstrucción sólo puede ser una ficción, puesto que el analista recuerda el encuentro con el analizando a través del filtro de su vivencia como terapeuta, lo reajusta de acuerdo con la teoría que quiere validar y, no olvidemos este punto, lo redacta siguiendo las leyes restringidas de la escritura. El analista participa de la experiencia misma con su deseo, luego la recupera de su recuerdo, la piensa mediante su teoría y la escribe en el lenguaje común. Bien se ve hasta qué punto todos esos planos sucesivos deforman el hecho real que termina por transformarse en otro. Es así como el caso clínico resulta siempre de una diferencia inevitable entre lo real de donde surgió y el relato en el cual cobra forma. De una experiencia verdadera, extraemos una ficción y, a través de esta ficción, inducimos en el lector efectos reales. Partiendo de lo real creamos la ficción y, con la ficción, recreamos lo real». El interrogante más fuerte que se desprende de aquí, es: ¿cómo podemos entender entonces esa transmisión, ese pasaje, esa transferencia de información real entre registros tan heterogéneos como esa experiencia concreta o verdadera, la ficción del relato y, finalmente, la captación de un real —vitalmente pulsante— por parte del lector u oyente? ¿Cómo, a partir de esa ficción, podemos alcanzar, además, la suficiente precisión para orientar nuestras intervenciones?

La lógica: una respuesta holmesiana al problema de la transmisión.

En la búsqueda por resolver aquellas cuestiones ciertamente problemáticas que, a poco de iniciar su enseñanza, se le presentaron en forma patente, es el propio Lacan quien vislumbra la potencialidad de apelar a la lógica, como recurso insustituible para su transmisión. Es allí donde cobrarán un valor crucial para él tanto la Semiótica Peirceana, como las investigaciones filosóficas de Ludwig Wittgenstein. ¿Qué entendemos por lógica? En primer lugar, nos referimos a ella en el sentido con que la utiliza en sus investigaciones criminales, por ejemplo, Sherlock Holmes6: «Quizás usted se equivocó al tratar de dar colorido y vida a cada una de sus exposiciones, en vez de limitarse a la tarea de dejar constancia del severo razonar de causa a efecto, que es en realidad la única característica notable del asunto (...) No se trata de egoísmo o de presunción... Si exijo pleno reconocimiento para mi arte, es por ser éste una cosa impersonal, algo que está más allá de mi mismo. El crimen es cosa común. La lógica es cosa rara. Por lo tanto, usted debería hacer hincapié en la lógica más bien que en el crimen...»7. Lo impersonal, es aquí sinónimo de lo transmisible, y su recriminación al Dr. Watson —su amigo y cronista— nos permite captar aquello que en Holmes aparece destacado como uno de sus más fuertes motivos de desvelo: el legado de su arte, su ciencia de la deducción y del análisis —y su aplicación práctica a la investigación criminal—, en donde si la lógica despierta allí para el lector un especial interés, no es sino por su eficacia y las sorprendentes consecuencias prácticas de su uso8.

Resulta oportuno remitirnos nuevamente aquí al pensamiento de Wittgenstein, esta vez a partir del comentario que, como introducción de la primera edición del Tractatus, hiciera Bertrand Russell. Encontramos allí algunos pasajes en los que se delimita con mucha precisión el problema que estamos abordando: ¿Qué relación debe haber entre un hecho —una proposición por ejemplo— y otro hecho para que el primero sea capaz de ser un símbolo del segundo? Esta última es una cuestión lógica y es precisamente la única de que Wittgenstein se ocupa (...) Para que una cierta proposición pueda afirmar un cierto hecho, debe haber, cualquiera que sea el modo como el lenguaje está construido, algo en común entre la estructura de la proposición y la estructura del hecho. Esta es tal vez la tesis más fundamental de la teoría de Wittgenstein. Aquello que haya de común entre la proposición y el hecho, no puede, así lo afirma el autor, decirse a su vez en el lenguaje. Sólo puede ser, en la fraseología de Wittgenstein, mostrado, no dicho, pues cualquier cosa que podamos decir, tendrá siempre la misma estructura». Para avanzar en la intelección de esta tan compleja problemática, Wittgenstein introduce una muy provechosa comparación entre la expresión lingüística de un hecho, y la proyección de una figura geométrica. Russell lo expresa en estos términos: «Una figura geométrica puede ser proyectada de varias maneras: cada una de estas corresponde a un lenguaje diferente, pero las propiedades de proyección de la figura original permanecen inmutables, cualquiera que sea el modo de proyección que se adopte. Estas propiedades proyectivas corresponden a aquello que en la teoría de Wittgenstein tienen en común la proposición y el hecho, siempre que la proposición asevere el hecho (…) Wittgenstein empieza su teoría del simbolismo con la siguiente afirmación: Nosotros nos hacemos figuras de los hechos Una figura, dice, es un modelo de la realidad, y a los objetos en la realidad corresponden los elementos de la figura: la figura misma es un hecho»9. Luego de esta introducción de Russell, ahora sí, podemos remitirnos en forma directa a la letra misma del Tractatus, y es allí donde en primer lugar encontraremos una clara ilustración de lo que aquí intentamos transmitir: «El disco gramofónico, el pensamiento musical, la notación musical, las ondas sonoras, están todos, unos respecto de otros, en aquella íntima relación figurativa que se mantiene entre lenguaje y mundo. A todo esto es común la estructura lógica (...) La figura consiste en esto: en que sus elementos están combinados unos respecto de otros de un modo determinado. La figura es un hecho. Que los elementos de la figura estén combinados unos respecto de otros de un modo determinado, representa que las cosas están combinadas también unas respecto de las otras. A esta conexión de los elementos de la figura se llama su estructura y a su posibilidad su forma de configuración. La forma de figuración es la posibilidad de que las cosas se combinen unas respecto de otras como los elementos de la figura. La figura está así ligada con la realidad; llega hasta ella (...) La relación figurativa consiste en la coordinación de los elementos de la figura y de las cosas (...) En la figura y en lo figurado debe haber algo idéntico para que una pueda ser figura de lo otro completamente. Lo que la figura debe tener en común con la realidad para poder figurarla a su modo y manera —justa o falsamente— es su forma de figuración (...) Lo que cada figura, de cualquier forma, debe tener en común con la realidad para poderla figurar por completo —justa o falsamente— es la forma lógica, esto es, la forma de la realidad»10.

A la luz de estos aportes de Wittgenstein, podemos ahora retomar nuestra investigación sobre el caso clínico y formular con mayor grado de rigor: un caso es la narración, —la expresión, la representación, el símbolo— de un hecho clínico, de un «estado de cosas» determinado. Hacemos referencia a ese estado de cosas —una determinada experiencia clínica—, con proposiciones. Podemos partir de la hipótesis de que el caso clínico, escrito o narrado, mantendrá la singularidad de su forma lógica, en consonancia con la singularidad del real que, en cada ocasión, estemos investigando, indagando o analizando. Si el analista en cuestión está acertadamente orientado en la dirección de la cura, será sin dudas él mismo quien nos podrá transmitir la lógica puesta en juego en sus intervenciones, así como sus propios interrogantes, etc. Si no lo está, de todos modos será inevitable que, en su propia desorientación, lo esencial de esa lógica —aún desconocida por él— nos sea transmitida en ese mismo material que presenta, siendo ese mismo extravío al menos un indicio acerca de su posición en la transferencia.

Llegamos así a lo propiamente distintivo del psicoanálisis, en su formulación del caso clínico, y esto es que esa configuración lógica sólo podrá extraerse a partir del despliegue que de ella hará el sujeto en el marco mismo del vínculo transferencial: si la transferencia —siguiendo a Lacan— es la puesta en acto de la realidad sexual del inconciente, esto quiere decir que sólo a partir de ella, de lo que allí se despliega, podrá captarse algo de la axiomática que está a la base de esa realidad psíquica que intenta de algún modo expresarse, hacerse oír, aún —y precisamente— cuando hay algo que resiste toda representación simbólica.

«Cada caso es un nuevo caso».

Para avanzar en nuestro recorrido, nos remitiremos a un texto de Michel Silvestre cuyo desarrollo se propone examinar la estructura de un caso desde la perspectiva del psicoanálisis, en la apuesta a que su forma lógica permita plasmar y preservar, en el proceso de transmisión, las coordenadas de la singularidad subjetiva, de aquel real en juego que nos interesa abordar. El autor propone diferenciar dos tiempos —en principio, cronológicos— en el desarrollo de una cura: un primer tiempo, en que sitúa el caso como un particular, donde el analista utiliza un procedimiento que apunta a ubicarlo en alguna clasificación —siempre provisoria—, en particularizarlo en un tipo de caso, como estructura clínica o categoría nosográfica, y a partir de esto elaborar alguna conjetura; y un segundo tiempo, en donde sí entendemos el caso como singular, remitiéndonos aquí a sus aspectos no previsibles ni factibles de «comprenderse» en un saber previamente establecido. Sobre ese primer momento, especifica Silvestre: «...el analista no comienza la cura sin pensarlo bien. Aunque fuera para saber dónde pone los pies. Es una preocupación justificada. No puede evitar evaluar lo mejor posible lo que va a ocurrir. Se puede incluso hablar de un cálculo provisional del porvenir, y del sujeto que se va a encontrar. No solamente intentará referir el caso a un tipo clínico sino que, además, es posible localizar algunas particularidades del sujeto antes de la entrada en análisis (...) Como por ejemplo, la posición del sujeto respecto al goce y el tipo de demanda que despliega. Pero esto sería un saber preliminar que no es el saber supuesto». En efecto, esa referencia del caso a un tipo clínico se justifica en la necesidad de realizar mínimamente algún cálculo provisional del porvenir , entendiendo esto en términos de poder interrogarse qué sería posible esperar de la intervención de un analista, cómo pensar la modalidad de esa intervención, los posibles efectos de esas intervenciones en el sujeto que consulta, etc. Hasta aquí, estamos a nivel de lo más general de la estructura, de la forma externa del caso, homologable a cómo lo entiende la Medicina o la Psicología Clásica; y si bien es cierto que al poner en juego conceptos específicos como goce o demanda, ellos nos remiten a la teoría del psicoanálisis —incluso, para más precisión, del psicoanálisis lacaniano—, vemos sin embargo que este primer momento de su formalización queda aún planteado dentro de las coordenadas de la ciencia galileana, tal como lo señaláramos en la clase anterior. Es el momento de las entrevistas preliminares, en donde lo que interesa evaluar es esencialmente si están dadas o no las condiciones para la instalación del dispositivo analítico, si el caso es abordable o no por el psicoanálisis. En Freud, los criterios de esta evaluación se fueron modificando, y si en un primer momento lo no analizable quedaba delimitado por categorías como las neurosis actuales, o más tarde las neurosis narcisistas, llegará un punto en que ese criterio de analizabilidad no estará sujeto a una delimitación de este tipo, quedando a criterio del analista decidir —independientemente del diagnóstico— si su intervención en tanto tal resulta o no pertinente. La experiencia clínica del psicoanálisis, así, nos lleva inevitablemente a otro campo, cuya captación sólo se abre —como en las láminas de 3D, oportunamente mencionadas— si el dispositivo permite divisar, por la vía de la atención flotante, algo más allá de la superficie de la demanda del paciente: «...los que piden un análisis no dejan de saber sobre ellos mismos (...) Y si ese sujeto pide sin embargo un análisis es que ese saber no basta. Le falta a ese saber, ser modificado por la verdad, modificación que sólo la operación de la transferencia puede conseguir». En este nivel, Silvestre hace una acentuación particular con respecto a las coordenadas de la intervención del analista: «Del saber supuesto, como lo indica Lacan, el analista nada sabe aún de él y sin embargo será preciso que sepa de él un rato, puesto que interpreta a partir de él». En efecto, es la posición misma del analista la que causa el hablar del analizante, posibilitando el despliegue de aquel saber inconsciente que lo habita —la batería de sus significantes inconscientes—, único saber que a partir de allí nos interesará por sobre todo saber previo o cualquier conjetura que él mismo pudiera haber realizado. Es en este punto en el que Nasio ubica como algo esencial en la dirección de la cura la posibilidad de captar aquello que, en tanto fantasía inconciente del analizante, se ubica a la base de su despliegue transferencial: esa fantasía —como hemos señalado en otro lugar cuando comentábamos el texto freudiano11— será necesario construirla en el devenir del análisis, siendo esta operación una pura abducción; y, en consecuencia, inevitablemente singular. Se trata, para el sujeto, de algo que experimenta como un real, como algo que irrumpe en el epicentro mismo de su realidad psíquica, al punto de ser en torno de ello que toda su experimentación de las cosas del mundo se organiza.

Dando un paso más en ese recorrido, Silvestre pondrá en primer plano el concepto de silencio —término que nosotros podemos enmarcarlo en el concepto más general de abstinencia—, señalando que el silencio del analista, no es solamente el vacío de la palabra o la ausencia de interpretación. El silencio del analista es «...ya ahí, como lo dice Lacan, el ser del analista en acción, y está ya en el corazón de su acto, del mismo modo que su interpretación...». Es indispensable hacer aquí una distinción respecto de ese silencio, puesto que el término ha dado lugar a cierto malentendido técnico sostenido por algunos colegas aún en la actualidad: no se trata de que el analista no hable, lo que interesa es desde qué lugar habla. Ese lugar desde donde él está llamado a hablar no es en modo alguno el de su propia subjetividad. Y esto apunta a lo real de la transferencia en juego: «...desde la primera sesión el analista ocupa el mismo lugar que conservará hasta el final de la cura. Un lugar fijo que es aquel desde donde puede dirigir la cura e interpretar (...) es un lugar en el que no se sabe nada. En una palabra, digamos más prudentemente, digamos que es un lugar que comienza ahí donde termina lo que sabe el analista». Lugar que sin embargo, apres-coup, podrá ser ubicado con bastante precisión en sus coordenadas: «Este lugar está delimitado desde el inicio de la cura porque es la demanda del sujeto la que lo determina (...) La palabra que lleva la demanda circunscribe el lugar de su silencio, y así se puede decir que lo que determina el lugar del analista es la demanda. El silencio delimitado por la Demanda implica varios niveles de significaciones convergentes (...) De ese modo el silencio introduce, no lo verdadero que no podría prescindir del decir, sino la dimensión de la verdad contra la que choca el saber producido por la asociación libre. Y sobre todo, equivale a lo que, para el sujeto es imposible de decir, a su real (...) Ahí solamente, en ese límite, comienza la interpretación, más allá de lo que puede decir el analizante». Entonces, a partir de aquí, ¿cuál es el saber que guía al analista para poder situar las coordenadas de su posición en la transferencia, para que no se extravíe en el despliegue pulsional respecto del cual se ubica como causa, como mero objeto, para poder —a pesar de ello— hacer alguna lectura de la singularidad subjetiva allí puesta en juego? Concluye el autor: «Lo que sabe el analista, el saber del psicoanalista (...) no es el vocabulario del psicoanálisis. Es una matriz significante, un algoritmo —por qué no retomar aquí ese término— por el que el saber supuesto encontrará el camino del sujeto —es decir tendrá acceso a lo real». Es aquí donde cobra toda su dimensión aquello que no se presenta sino en términos de una falta. Y es preciso señalar que no se trata simplemente de la falta de palabras, o de una dificultad que al sujeto se le presenta en el decir...

Configuración del lugar del sujeto, en transferencia.

Vale la pena detenernos a precisar algunas cuestiones relativas al concepto de transferencia. ¿Qué entendemos por transferencia? En primer lugar podemos decir que se trata de una operación que implica el desplazamiento, la cesión o el traspaso de un determinado elemento, desde una entidad hacia otra. Es algo que también puede pensarse en términos del legado hacia otro de un derecho o de un dominio, por ejemplo de la pertenencia de algún bien. Por supuesto, para que ello suceda, ese «elemento» debe ser de algún modo transferible, transmisible, tener algún valor de intercambio. Tiene que haber alguien que lo transfiera, pero a su vez requiere de alguien que esté dispuesto a tomarlo, dado que de lo contrario habría que pensar de que modo habríamos de denominar esa transferencia. Volviendo nuestra mirada al terreno de nuestro interés, podemos preguntarnos: ¿qué sería eso que, en la consulta con un psicoanalista, requiere ser transferido para alcanzar algún alivio, para que un sujeto pueda sentir algún alivio respecto de su padecimiento psíquico?

Para Freud, la transferencia es algo que inevitablemente se produce en una cura psicoanalítica, y alcanza su consabido papel en el transcurso del tratamiento: «Todo ser humano —dice—, por efecto conjugado de sus disposiciones innatas y de los influjos que recibe en la infancia, adquiere una especificidad determinada para el ejercicio de su vida amorosa, o sea, para las condiciones de amor que establecerá y las pulsiones que satisfará, así como para las metas que habrá de fijarse. Esto da por resultado, digamos así, un cliché que se repite —es reimpreso— de manera regular en la trayectoria de la vida de un sujeto, en la medida en que lo consientan las circunstancias exteriores y la naturaleza de los objetos de amor asequibles (…) Es entonces en todo normal e inteligible que la investidura libidinal aprontada en la expectativa de alguien que está parcialmente insatisfecho, se vuelva hacia el terapeuta…»12. En contraposición a lo deseable para el devenir de la cura, hallamos el inconveniente de que tales mociones inconscientes no quieren ser reveladas, sino que aspiran a reanimarse pero en ese modo enmascarado propio de lo inconciente. Del mismo modo que en el sueño, además, el sujeto atribuye condición presente y realidad objetiva a aquello que no es sino efecto del retorno de esas mismas pasiones reprimidas; lo que tiene como consecuencia que se precipite a actuarlas —agieren— soslayando la situación objetivamente real. «El médico quiere constreñirlo a insertar esas mociones de sentimiento en la trama del tratamiento y en la de su biografía, subordinarlas al abordaje cognitivo y discernirlas por su valor psíquico. Esta lucha entre médico y paciente, entre intelecto y vida pulsional, entre discernir y querer «actuar», se desenvuelve casi exclusivamente en torno de los fenómenos transferenciales. Es en este campo donde debe obtenerse la victoria cuya expresión será sanar duraderamente de las neurosis». Si bien ese propósito de domeñar los fenómenos de la transferencia deparará al psicoanalista las mayores dificultades, es preciso notar que al mismo tiempo son justamente ellos quienes nos brindan, dirá Freud, «el inapreciable servicio de volver actuales y manifiestas las mociones de amor escondidas y olvidadas de los pacientes»; esa manifestación que ahora cobra actualidad es lo que permitirá que esa lucha tenga lugar allí, in situ, permitiendo esa presentificación que se produce en la transferencia un salto cualitativo en la cura: dado que nadie puede ser ajusticiado in absentia o in effigie, entonces será oportuno librar el combate allí, cuando eso se despliega en torno de la presencia del analista. Lo que justifica la advertencia que nos hace Freud en sus Puntualizaciones sobre el amor de transferencia (1914): «Acaso todo principiante en el psicoanálisis tema al comienzo las dificultades que le depararán la inter pretación de las ocurrencias del paciente y la tarea de reproducir lo reprimido. Pero pronto aprenderá a tenerlas en poco, y a convencerse, en cambio, de que las únicas realmente serias son aquellas con las que se tropieza en el manejo de la transferencia». En este contexto, en la perspectiva freudiana, cualquier observación, cualquier relato que se sitúe por fuera de ese fenómeno —que incluye ineludiblemente la presencia del analista—, tropezará con la insalvable dificultad de quedar impedido de captar aquello que, en la experiencia analítica, resulta del todo esencial. De la misma manera, sólo podrá cobrar sentido la formulación de un caso clínico, allí donde se pueda dar cuenta de la «mutación subjetiva» operada en un análisis, cuyo epicentro no habrá de situarse sino en la intimidad misma del vínculo transferencial. Este último concepto 13, entonces, no podrá ser soslayado en cualquier escritura que el psicoanalista practique sobre un caso, ya sea en forma manifiesta o latente, a lo largo de toda su exposición. Sacar a la luz, abducir la lógica de los movimientos transferenciales en el recorrido de la cura, es la lectura específica y distintiva que hace un psicoanalista sobre un caso clínico.

Llegamos finalmente, de este modo, a formular aquella cuarta función que anticipáramos al comienzo de esta clase. Además de sus funciones didáctica, metafórica y heurística, por sobre todo, la formulación de un caso tiene para el psicoanalista una vital función clínica. Esta función se hace patente en el dispositivo de las «supervisiones» o del «control», donde el analista transmite a través de su relato o de su escritura el «problema» que se le presenta en la dirección de la cura de un determinado sujeto. En dicho dispositivo, se hacen manifiestas —si es que no lo estaban ya— dos líneas de lectura: la primera, relativa a la producción significante, la lectura de las cadenas asociativas y la operación de «retroducción14» del material reprimido, desandando los trabajos de condensación y desplazamiento que han operado en las formaciones del inconsciente. La otra lectura, implica cierta captación a partir de lo que resta a esa producción simbólica, lo imposible de ser puesto en palabras, y cuya presencia se hace patente ante la irrupción de cierto monto de angustia, pero esta vez del lado del analista, que nos indica que ha quedado él mismo capturado en una escena en la cuál no sabe, para el deseo del otro —del analizante—, quien es. Momentos de suspensión del análisis, de los que sólo se sale mediante la lectura adecuada acerca de la posición del analista en la transferencia, fuera de la cual toda intervención está destinada a un estrepitoso fracaso. En ocasiones, es suficiente con una oportuna supervisión del material, a partir de lo cual puede el analista reposicionarse sin mayores dificultades. Hay otras ocasiones en que lo que allí se detecta tiene que ver con cierto punto ciego del analista, vinculado a algún punto de detención de su propio análisis personal... Conviene especificar aquí que esa «mostración» de «lo que no se puede decir...», retomando los términos de Wittgenstein, no debe restringirse a una dimensión puramente visual o imaginaria: se trata más bien de algo que se hace presente, y en su captación no sólo está involucrada la mirada, mucho menos la visión —en tanto función biológica—, sino aquello que es desde el inicio esencial al dispositivo analítico: la atención flotante, como expresión de la abstinencia del analista, allí donde él mismo se ofrece como carnada para hacer aflorar desde lo más oscuro de las profundidades del sujeto aquello que lo parasita en lo más vital de su humana existencia, interponiéndose a la realización de su propio deseo.

Llegaremos por hoy hasta aquí, no sin antes hacerle lugar al interrogante más fuerte que, en el campo de la subjetividad, se desprende de lo que acabamos de formular: ¿cuáles serían los criterios de validación adecuados para toda investigación que se emprenda dentro de tales coordenadas?

Oscar Zelis - Federico Manson - Gabriel O. Pulice

Notas

1 Vale decir, nos situaremos dentro de una «serie» de anteriores investigaciones sobre el tema en el cual estamos interesados. Esto es importante remarcarlo, ya que una de las condiciones para que una investigación pueda lograr su máxima potencia en el avance del entendimiento sobre un tema específico, es que ella se inserte dentro de lo ya investigado por otros especialistas sobre el particular. Esto ofrece al menos dos ventajas: por un lado, es la oportunidad de revisar y si es posible, verificar o rectificar los desarrollos teóricos anteriores; y en segundo lugar, seguir avanzando ahí donde la conceptualización y exploración se detuvo, -evitando así reiterar lo ya establecido- intentando aportar de esta manera un avance teórico o explicativo del tema de interés. Adscribimos a la idea de que el avance investigativo verdadero tiene que ver con un trabajo en conjunto, con aquello que Peirce denominaba la comunidad de investigadores, y que era para él, el único camino desde el cual se podía hablar de «ciencia».

2 Este es un tema complejo pero muy importante para el nivel de análisis en que entramos. No lo abordaremos aún en extensión, pero sumaremos al menos un párrafo de F. G. Schuster —Decano de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires— donde intenta resumir algo de este proceso desde la perspectiva del método abstracto-deductivo y dialéctico: «El método de investigación referido podría esquematizarse así: concreto1–abstracto-concreto2; en esa secuencia el primer concreto sería la totalidad aun no conocida y el segundo concreto sería la misma totalidad a la que volvemos, ya conocida, con la que se abre la posibilidad de transformación de la realidad de que se trate. El proceso de conocimiento, considerado en su conjunto, se divide en dos etapas: el movimiento de lo concreto a lo abstracto y el inverso, de lo abstracto a lo concreto. Al mismo tiempo se efectúa la recreación de lo concreto y lo abstracto en el pensamiento mismo...». Schuster, F. G.; El Método en las Ciencias Sociales; Buenos Aires, Editores de América Latina, 2004 (Pág. 95-96). Para un análisis más pormenorizado del «método de ascenso de lo abstracto a lo concreto», pueden consultarse los textos del Dr. Juan Samaja (Cátedra de Metodología de la investigación; Facultad de Psicología, UBA).

3 Ver Pulice, G.; Manson, F.; Zelis, O.; obra citada, capítulo IV, punto 11.

4 Ibíd., capítulo V, punto 2.

5 Freud, S.; Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico (1912).

6 Ver Pulice, G.; Manson, F.; Zelis, O.; obra citada, capítulo I, «La ciencia de la deducción y del análisis en Sherlock Holmes.

7 La finca de Cooper Beeches.

8 Ver J. y M. B. Hintikka; «Sherlock Holmes y la lógica moderna: hacia una teoría dela búsqueda de información a través de la formulación de preguntas»; en Eco, U. y Sebeok, A.; El signo de los tres, Barcelona, Lumen, 1989.

9 Russell, B.; Introducción; en Wittgenstein, L., Tractatus Lógico-Philosophicus, Madrid, Revista de Occidente, 1957.

10 Wittgenstein, L.; obra citada; 2.14 – 2.18.

11 Ver Pulice, G.; Manson, F.; Zelis, O.; obra citada, capítulo VI.

12 Freud, S.; Sobre la dinámica de la transferencia (1912).

13 Y, recordemos, no por azar la transferencia, ha sido señalada por Lacan desde el título mismo de uno de sus seminarios como uno de los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis.

14 Este concepto, introducido por Peirce como uno de los modos de denominar a la abducción, está ampliamente desarrollado en Pulice, G.; Manson, F.; Zelis, O.; obra citada, capítulo 2, punto 4.


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